“La tiranía y el despotismo se levantan bajo la máscara de la
libertad, la igualdad y la fraternidad”
G. W. F. Hegel
Decía Bismarck que los políticos pensaban en la próxima elección, mientras que los estadistas pensaban en la próxima generación. Es probable que la diferencia esencial que exista entre un régimen autocrático y una sociedad republicana concentre sus fundamentos en la forma –el modo– en la que cada una tenga de percibir –y, en consecuencia, de asumir– la noción de “pueblo”. La autocalificación que, por ejemplo, hacen China o Bielorrusia como “repúblicas populares” o, incluso, la que hace Corea del Norte como “República Popular Democrática”, confirman el hecho de que, inmersos en su cámara oscura, bajo su óptica particular, ese tipo de sociedades se conciben a sí mismas como estrictas representaciones de lo que asumen ser: ni más ni menos, como “el pueblo”. Y, sin embargo, distantes están semejantes representaciones del “demos” (pueblo) de la antigua Grecia o del “Senatus Populusque Romanus” (el Senado y el Pueblo de Roma), tanto como del “We, the people”, de la Revolución de Independencia norteamericana o del “Les representants du peuple”, de la Revolución francesa.
Con independencia de las afirmaciones hechas por Ortega y Gasset acerca de las masas –según las cuales “masa es todo aquel que no se valora a sí mismo, sino que se siente como todo el mundo y no se angustia, porque se siente a salvo al saberse idéntico a los demás”–, la cuestión de la diversidad perceptiva de la noción de pueblo es el resultado de un determinado desarrollo histórico y cultural. Una sociedad carente de libertades individuales –como lo son las sociedades Orientales– es una “totalidad” vaciada de contenido, superficial, una abstracción o, como la llama Gramsci, una sociedad “gelatinosa”.
Para que un pueblo sea efectivamente un pueblo tiene que dejar de ser el simple rebaño de la sumisión; tiene que ser la necesidad de la diversidad en y para sí, lo diferente. En este sentido, la expresión “vox populi, vox Dei” hace referencia al reconocimiento de las partes en el todo y del todo en las partes. Ser pueblo es, en consecuencia, una conquista y de ningún modo un presupuesto, porque lo que se presupone, siempre, es dudoso de suyo. Un pueblo no diferenciado no es un pueblo. Muy por el contrario: pueblo quiere decir lo diferente que coincide, mediante la labor –el esfuerzo– de su ser consciente, en la conformación de la unidad de su espíritu. Los manoseos de quienes se atribuyen ser “el pueblo” son, en consecuencia, sospechosos de las perversiones propias del pupulismo fascista: “Ein Volk, ein Reich, ein Führer”. Una expresión, como podrá observarse, más cercana a los Ceresole que a los fundadores de la Independencia, lectores, como se sabe, de Locke, Rousseau y Montesquieu.
Tomar una parte de la población –por cierto, cada vez más reducida– haciéndola pasar por “el pueblo soberano” que se enfrenta al “antipueblo apátrida” –por cierto, cada vez más amplio–, acusándolo de ser el responsable directo de todos los males de la sociedad, es, a un tiempo, el mayor fraude y la más grotesca bancarrota de un régimen parasitario, cuyas mayores objetivaciones han sido la corrupción y la incompetencia, esas dos caras de una misma moneda. Sin duda, los Castro pueden sentirse satisfechos y orgullosos de la “gran empresa” de haber contribuido con la destrucción de Venezuela. Ahora sí: “somo la mima cosa”.
Como en “el cuarto de los espejos”, las figuras se deforman, los rostros se vuelven complejos, devienen otredad, extrañamiento y horror. La mirada se hunde, se vuelve atroz, hasta la desesperante alucinación. Tal vez, no por mera casualidad, el antiguo “Salón de los Espejos” del Palacio de Miraflores terminó siendo reemplazado –órdenes expresas del difunto– por el de “Salón Joaquín Crespo” y, más tarde, por el actual “Salón Simón Bolívar”. No pocas veces, frente al espejo, la figura proyectada puede llegar a mostrar la inversión de la imagen: lo que se cree ser y no se es. Dice Borges haber sentido horror frente a los espejos: “No solo ante el cristal impenetrable/ Donde acaba y empieza, inhabitable,/un imposible espacio de reflejos”. Abominables –dice–, porque, al igual que la paternidad, “todo lo multiplican”.
Aquello que Marx llamaba “la cámara oscura”, y que equiparaba con la función de la ideología, no es más que un espejo que proyecta la imagen invertida de su objeto. Cuando un grupo perteneciente al “lumpanato” –definidos por el propio Marx como “vagos que malbaratan alegremente todo lo suyo y lo que no lo es”– es llamado “pueblo”, o cuando a un grupo de empleados públicos que se les obliga a vestirse de rojo para asistir a una “concentración”, so pena de perder su empleo, se les llama “pueblo”, entonces se está en presencia de una “cámara oscura”, un “cuarto de los espejos”, una manifiesta representación ideológica, un auténtico delirio que, sin duda, y como consecuencia de la crisis orgánica que ha padecido el pueblo –el auténtico, el concreto, el que trabaja y genera la riqueza social–, requiere de un sorbo de sobria sensatez.
La “masa masificada” de los hermanos Bauer no representa “el pueblo”. Pero tampoco lo representa la individualización del “cada quien” y del “cada cual” –esa “multitud” desperdigada e inconsciente de la que tanto elogio hace Tony Negri–. Pueblo es una expresión multicolor que marcha por convicción en las calles y autopistas de una ciudad. Es, pues, la unión de la unidad y de la diversidad, el espíritu creciente que exige ser reconocido, que reclama un cambio de estructuras, un nuevo estado de cosas, dentro de un contexto de dolorosas escisiones y padecimientos. Como dicen las Escrituras: “Ahora vemos por espejo, en oscuridad; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; mas entonces conoceré como soy conocido”.