Publicado en: Tal Cual
Por: Carolina Espada
Para El Entusiasta Grupo de Teatro
¿Pero eso es verdad o serán embustes tuyos?
Ningún embuste. A mí me lo contó el catire Raúl hace ufff y yo, a cada rato, espepito la historia porque me encanta.
Bueno, dale.
En el pueblo de Ortiz, a principios del siglo XX, había un señor que se llamaba don Tertuliano Seijas.
Nadie se puede llamar así.
¿Quieres que te eche el cuento, sí o no?
Está bien. Me callo.
Ortiz era polvo en una sabana parda, un rimero de pascuas moradas, araguaneyes florecidos, un río y un sol inclemente.
Hasta el sol inclemente de hoy.
¿Puedo continuar?
Por favor.
Ortiz era puro «Pisillo Guariqueño» de venado o de chigüire; palometa frita, que no es un ave sino un pez; bagre, pavón y coporo; pastel de morrocoy y de tortuga; huevos de iguana; orejitas con queso; chicha, carato y jalea de mango.
¡¿Tú has comido algo de eso?!
Solo la jalea… Retomo la historia: Don Tertuliano fue el primer orticeño en ir a París de Francia.
¡Qué éxito! ¡Oh là là!
Se había asociado con dos comerciantes, Monsieur Lupin y Monsieur Renard, quienes distribuían las plumas de nuestras garzas llaneras a un sinnúmero de países europeos. Y don Tertuliano se pegó el brinco al charco para firmar el contrato y para ver qué tal era eso por allá. Pero lo trascendental del viaje no era la ida, sino la vuelta, y desde su partida (en aquella madrugada de arepas para el camino, vaya con Dios y regrese con la Virgen, y muchachas con pañuelito en cada ventana) allá en el pueblo todo era: ya don Tertuliano debe de haber llegado; estará paseando por los Campos Elíseos; bañándose en el Sena; oyendo misa en francés; durmiendo una siesta bajo un roble en el Bosque de Bolonia… A lo mejor ha conocido a algún pintor famoso ¡o a una artista de cancán con fustán y bombachas y liguerito rojo, Ave María Purísima! ¡Y segurito, segurito, que habrá regalado mucha boa de plumas guariqueñas a las actrices famosas de París! ¡Ustedes saben como es él! ¡A Sarah Bernhardt no se la pela!
Siete meses después, el gordito Nicanor —monaguillo y correveidile— se pedaleó todo Ortiz en su bicicleta sin frenos como si fuera el mismísimo Paul Revere en la medianoche aquella: «¡¡¡Ya vieeeneee!!! ¡¡¡Don Tertuliano ta’en el paiiiiís!!!».
¡Y aquella expectativa! ¡Y la distancia y los días! ¡Y ese hombre nada que llega, y uno con esta esperadera y esta curiosidad! ¿Se imaginan si no nos reconoce?
En lo que se supo que don Tertuliano había pasado por San Juan de los Morros (botellita de cognac para el compadre Cartaya, perfume de gardenia para la comadre Mercedes, bibelots para las ahijadas Marianela y Marisol), en Ortiz comenzaron los preparativos para el recibimiento.
En casa de las señoritas Oropeza iba a ser el ágape, porque ellas eran muy leídas y tal, y en su patio cabía completico lo más distinguido de la sociedad orticeña. Completico si se rodaban los tiestos de lirios sabaneros, se ponían unos tabureticos debajo el cotoperí y se quitaba el tinajero. Ah, y si no venía la señora Villena que estaba muy embarazada de morochos. Lo cierto es que Berenice y Carmelita estuvieron doce horas seguidas decorándolo todo. En el semanario «La Gaceta de Santa Rosa» hicieron esta reseña: «Bambalinas de papel de seda entre pilar y pilar. Estrellas y rosas rojas del mismo papel salpicadas en la paredes. Y del pretil de los helechos se desprendieron faralás verdes y negros. ¡Preciosa la ornamentación!».
¿Y Don Tertuliano?
¡Llegó! Llegó igualito, el de siempre, pero viajado, vivido y ahora con el bigotico entorchado, y un pañueñito de seda impregnado con un agua de colonia que olía a limón francés. Y no se había olvidado de nadie.
Se hizo de noche en el hogar de las Oropeza, se sirvieron los vasitos de ron y las copitas de mistela, todo el mundo tomó asiento, se guardó máximo silencio y el bachiller Miguel Osorio Sánchez, que había venido esa mañana de Calabozo en un autobús a punto de desbaratarse, se dirigió al recién llegado con nudito en la garganta y trémula emoción.
«¡A ver, don Tertuliano, cuéntenos cómo es París!».
Don Tertuliano se echó un poquito para atrás, ladeó la cabeza, se entochó aún más el bigotico, caviló por un instante y respondió serísimo:
«Bueno… ¿Ustedes saben Ortiz?».
Y todos asintieron expectantes y sin respiración.
«Pues tal cual».
Y entonces todos vivieron muy felices para siempre.