Por: Leonardo Padrón
No son días fáciles estos. Es una frase que podría haberla repetido –lunes a lunes- durante los últimos tres lustros de país. Pero estos días recientes han sido particularmente rudos. La sensación es de asfixia. Nos está faltando el aire para resoplar el hartazgo de tanta mala noticia. Uno, y cuando digo uno digo casi 30 millones de cédulas, se siente rodeado, emboscado por la adversidad. Por un lado, andamos contando las horas para el gran apagón eléctrico del país. Y no es que nos guste el tono sombrío de ciertos profetas. Es el propio ministro del área quien lo asoma en sus declaraciones. La oscuridad está decretada para las próximas semanas. Por otro lado, el agua aparece sólo en ciertas horas, sólo en pocas zonas. ¿Y la comida? Pues, ya sabemos, ¿para qué reincidir en la triste cola que hoy son los venezolanos? Mientras tanto, no tosas, no te engripes, no te me pongas hipertenso, cuidado con una infección, olvida tu cáncer. Un enfermo hoy es un paria. Un excluido. En rigor, a todos nos sacaron del cauce. No estamos donde suele estar la sociedad. Este lugar, este espacio donde intentamos la vida, es muy raro, distinto, tiene demasiadas coordenadas de penuria y humillación. Resulta francamente doloroso ver cómo un pequeño enjambre de militares y sucesores de ese cisma llamado Hugo Chávez han convertido a un país como Venezuela en un mendrugo de pan. Eso somos: un punto de trigo que se desmorona.
Uno ve cómo – lunes a lunes- el propio gobierno deshilacha la constitución, el libro sagrado que nos rige. Se acabó la legalidad. No hay reglas de juego. Olviden las normas. Aquí solo manda el ladrido de los autócratas. La democracia, como la vida, ya no vale mayor cosa. Es solo un remoto sustantivo. Se cancelaron los disimulos. El turbio enunciado de Diosdado Cabello adquiere cada vez más sentido: “Ustedes tenían que haber rezado para que Chávez siguiera vivo, porque él era el muro de contención de muchas ideas locas que se nos ocurren a nosotros”. Y así, el no tan eterno murió y sus herederos continuaron la fiesta a su estilo: de forma demencial. Y ya no hay estado de derecho, ni sentido de justicia, ni constitución que importe. Que las palabras sirvan para torcerle el cuello a la cordura. Cancelado el derecho de las mayorías. ¿Qué importa lo que hayan decidido 7.707.422 almas? Aquí el rumbo de nuestros días lo decide el grupúsculo que hoy tiene las llaves de Miraflores, Fuerte Tiuna y Pdvsa. Y han decidido que ya nadie más imagine, procure o proponga. Que nadie más aspire. Ellos han convertido la democracia venezolana en el pozo séptico de nuestros mejores sueños.
No son días fáciles estos. Cuando ves que el Tribunal Supremo de Justicia se envilece públicamente. Cuando un “periodista” del canal del estado grita frente a un grupo de enardecidos a sueldo: “¡Si entregamos el gobierno es a plomo!”. Cuando deciden ignorar olímpicamente los mandatos de la Asamblea Nacional. Cuando la policía golpea a un hombre que protesta a través de un papagayo. Cuando a una señora humilde le roban el mercado que logró hacer después de ocho horas de cola. Cuando en una panadería, a cinco adolescentes que celebraban la ventura de un diploma les quitan, a mano armada, sus celulares. Cuando un niño muere luego de cinco días de convulsiones por falta de un medicamento.
El saqueo de nuestros dineros, bienes y derechos ha sido tan monumental que los propios autores han entendido que su única salvación es ser aún más salvajes. La indignación de los ciudadanos ante la delincuencia es tal que ha comenzado una epidemia de linchamientos y ejecuciones extrajudiciales. Las bandas armadas exhiben sus armas por las principales calles de las ciudades como si fueran un delirante fotograma de Mad Max. El Estado ha fracasado. La ley de la selva vuelve a tener vigencia. El apocalipsis le muerde la cola al concepto del hombre primitivo. Sobrevivirá el más fuerte, el mejor armado, el más feroz. Y el joven arrasa con el anciano de la fila. Y la turba derriba la cerca. Y el camión es volcado y asaltado con gritos y piedras. Esa es la palabra que queda refulgiendo con pánico sobre el asfalto de nuestras vidas. Aquí estamos, de nuevo, después de tantas constituciones: primitivos. Y en un rincón de la historia, una vez más arrumbada sobre su propio espejismo, la revolución de los pobres. Hoy imponen su violencia los nuevos piratas del siglo XXI, maestros en el arte del desvalijamiento y el saqueo. La depredación avanza. Todo en el sacrosanto nombre de la clase obrera y trabajadora. Un lema que se ha convertido en una forma de estafa a millones de personas.
No son días fáciles estos.
La civilización, a ese tesoro debemos volver.
Leonardo Padrón