Eran las 6:30 de la tarde y no llovía. Sobre su escritorio había algunas fotos, un papel impreso con una lista de informaciones, la pantalla de su computadora estaba encendida. Desde hacía un tiempo, ese instante era el peor instante de todos sus días: el momento en que le tocaba decidir cómo iba abrir el periódico al día siguiente. Qué noticias debían aparecer o no en la tapa del diario.
De pronto, pensó en un vodka. Imaginó un vodka con hielo y jugo de limón, en vaso corto.
Casi nunca bebía pero, esa tarde, la imagen se le coló hasta la garganta. Miró por la ventana: una nube seguía suspendida como una mancha sobre la ciudad. Trató de concentrarse nuevamente en su tarea. Cada vez le costaba más. Tanto en el monitor como sobre la mesa, había demasiadas imágenes de lo sucedido en la frontera. Eran fotos que no toleraban ningún maquillaje. Paredes marcadas. Tractores derrumbando casas. Gente humilde cruzando un río, cargando cosas, huyendo. Gente sin nada, aglomerada en refugios. No había manera de ocultar ese horror. Si hubiera ocurrido en los tiempos de la cuarta república, ¿cuál titular hubiera elegido? El director espantó la pregunta con un manotazo. Se levantó, inquieto, dio algunos pasos. Pero el titular lo siguió, como un insecto, zumbando. Era un ejército atacando a los pobres. Volvió a sentarse. Observó de nuevo un reportaje en la televisión. Un joven con un bebé en brazos, llorando. Una señora que apenas podía hablar. Un hombre contaba lo ocurrido como si fuera una catástrofe. Como quien escapa de un terremoto. “Fue una avalancha”, decía. El director detuvo la grabación y suspiró hondamente. Del huracán Chávez a la avalancha Maduro, pensó. Nada de eso podía ser noticia.
Cuando Chávez estaba vivo todo era más sencillo. La frase ya se había vuelto una suerte de mantra personal. La repetía con frecuencia. Sobre todo durante esa franja final de la tarde. Dejó caer la espalda sobre el respaldo de su silla. No tuvo fuerzas ni ganas para subir los pies sobre el escritorio. Recordó aquel 23 de enero de 2012. El gobierno había organizado un acto para conmemorar otro aniversario de la caída de Pérez Jiménez. Chávez desde la tarima se dirigió a la multitud y comenzó a burlarse de “los escuálidos”. Y de repente pidió una cadena e invitó a todos los presentes a realizar “una bulla en contra de los escuálidos”. Una bulla de un minuto. Una larga pita de sesenta segundos, convocada y financiada desde el Estado, para ofender y agredir a todos aquellos que no pensaran como él. Un fabuloso abucheo en cadena nacional.
¡Los tiempos cambian!, masculló, con nostalgia. ¿Qué podía hacer ahora con la noticia de los detenidos en cayo Sal? ¿Dónde ponía la foto de Jocelyn Prato? ¿En qué lugar cabía el testimonio de sus padres? Entre las notas internacionales de ese día, paradójicamente, se reseñaba que Ángela Merkel había sido abucheada por un grupo de antiinmigrantes en Heidenau. Una noticia lleva a la otra: ¿debía suprimir también esa información? Quizás los lectores podían preguntarse por qué el ejército alemán no había detenido de manera arbitraria e inconstitucional a algunos de los manifestantes. El director suspiró hondamente. Pidió más café.
Casi siempre, en un grupo aparte, solían separarle las “noticias positivas”. Con cierto desgano comenzó a revisarlas: Jorge Rodríguez mandando a callar a César Gaviria. Diosdado Cabello regañando al presidente de la OEA. Tarek el Aissami presentando otro capítulo de confesiones de Pérez Venta… Todo era estridente pero inocuo. Eso definía a los hijos de Chávez. Los gritos vacíos. El espectáculo hueco.
Sonaron dos golpes secos en la puerta. El director alzó la mirada y vio a su asistente del otro lado del vidrio. Llevaba la misma mueca de leve angustia de todas las tardes. ¿Ya está listo? Terminó de ordenar los titulares y volvió a sentir lo mismo que sentía últimamente, cada día. Un ligero temblor. Una extraña melancolía. Como si esa primera página fuera en realidad una lápida.