Por: Soledad Morillo Belloso
Un delito gravísimo ha sido cometido. No ocurrió en un solo día. Fue un proceso. Largo. Continuado. Por cierto, sin descansos. No fue un juego que sumó cero. La contabilidad da números en rojo. Si los de antes robaban, estos perfeccionaron todas las técnicas.
Que las encuestas den cuenta que a la población no le sorprende, impresiona o importa la corrupción, no quiere decir, en modo alguno, que esa enfermedad no haya penetrado el ADN del cuerpo social. Por el contrario, quiere decir que la gente ve la corrupción como un pecado ya institucionalizado, con el cual se puede vivir. La ausencia de altos índices de rechazo a la corrupción desdice de las instituciones, de las organizaciones sociales, de los gobiernos, del Estado y, también, de los ciudadanos. El país entero sabe de la corrupción, la padece, la paga, y, ¿no le importa? Insólito, por decir lo menos.
La corrupción es un impuesto solapado pero castigador. Que pagamos todos, a partes iguales, pero que afecta de manera atroz a quienes menos tienen. Es un tributo cuya cancelación no genera un comprobante de pago. No pasa por el Seniat pero es el peor impuesto, de pesado monto y efecto sólo comparable con otro gigantesco pechaje como lo es la inflación. Es tal el peso que francamente debería ser declarable en el ejercicio fiscal. En la planilla del organismo tributario debería haber un renglón para descontar lo erogado por cada contribuyente como cuota parte de corrupción. Legalizar la corrupción para así incluirla en los cálculos presupuestarios de operación de la nación. Sincerar la situación y evitar así la doble o triple contabilidad en la nadamos hoy.
Montañas de dólares entraron. Más de lo que dicen las cifras oficiales. Es una cantidad tan grande, tiene tantos ceros, que ella no cabe en la lógica de los ciudadanos del común. Lo que no se sabe, ni se ve por parte alguna, es a dónde diantres fueron a parar esos gigantescos montos de ingresos. No hay grandes obras públicas, ni tampoco fastuosas mansiones o palacios. Ello hace pensar que lo robado fue “exportado”. A saber, está depositado en frondosas cuentas en países con esa coartada conocida como el secreto bancario. O está invertido en bienes en el extranjero. Aquí, en suelo venezolano no está.
El tema está en que corren por las vías de información listas de presuntos implicados. Pero, con un sistema de justicia más sumiso que carnerito recién nacido, las posibilidades de aclarar quiénes se llevaron hasta los huesos de los pollos son, por decir poco, muy lejanas. Así, los presuntos implicados en la más pantagruélica corrupción de toda nuestra historia, pasan agachados en este juego mafioso y se sientan a comer y beber, sin angustia alguna de ser obligados a comparecer por ante la justicia. Saquearon las arcas y no dejaron obra. Nunca como ahora aplica aquella famosa frase de “¿dónde están los reales?”. La pregunta no es ociosa. O inútil. Ese dinero está aumentando valor en donde está. Sea en valor monetario en cuentas en paraísos fiscales, o en obras construidas fuera de Venezuela, o en bienes adquiridos fuera del país en transacciones oscuras.
Hay compras que dejan rastro muy claro. Por ejemplo, las grandes joyerías de Europa son fiscalizadas muy de cerca por los gobiernos. Eso hace que las operaciones de compras de diamantes sean asentadas hasta el céntimo. Eso no ocurre con los llamados “diamantes de sangre”, que se compran a las mafias que los transan en operaciones escondidas. Y es bien sabida la amistad forjada por este gobierno con gentes poderosas en esos países donde el negocio de diamantes sangrientos es hábito.
Siempre me llama la atención lo que veo en las transmisiones de las negociaciones de paz que se llevan a cabo en Cuba. Observo construcciones de primer nivel, con elementos muy costosos, impecables, de diseño “High Class”. ¿Cómo se sufragaron esas obras? Porque es bien conocida la pobreza de Cuba. ¿Será que ese lujo castrista se pagó con dinero de los venezolanos?
En el tema de la corrupción, como en tantas otras cosas, nos estamos fijando en lo pequeño y no estamos viendo lo grande. Los escándalos se arman porque se descubre que un alto funcionario tiene un carro de lujo, una moto de alta cilindrada y vive en un penthouse en una sifrina urbanización del este de Caracas. Los corruptos quieren que nos fijemos en eso, para que no veamos lo grueso. Quieren que circule la foto del alto funcionario con una corbata de firma y un reloj de 30 mil dólares, para que no veamos que lo grueso no está a la luz.
Para que nos hagamos una idea clara, usemos otro ejemplo. Supongamos que los corruptos compraron 1000 jets, de 30 millones de dólares cada uno. Eso da 30 mil millones de dólares, que es menos del 5% de lo que le ingresó al país en estos años.
La pregunta exacta sigue entonces vigente: ¿dónde están los reales? Porque aquí en Venezuela no están.
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