Por: Leonardo Padrón
Conduzco hacia la avenida Andrés Bello. Me pregunto cuántos venezolanos saben hoy día quién era Andrés Bello. Pienso en esta zona tórrida más cercana al bochorno que a la agricultura. Discurro, a vuelo rasante, sobre su portentosa Gramática de la Lengua Castellana y la indigente relación que hoy tenemos con nuestro idioma. Freno. Estoy en una intersección. Algo atrae mi mirada.
En la esquina, una adolescente de la calle, roída de pies a cabeza, está echada sobre un puff , tan blanco como sucio. Es un mueble desahuciado. Y una niña sobre él, desgonzada. Vive la inesperada comodidad del cojín. Sus brazos cuelgan hasta el suelo. Sus nudillos pactan con la grasa del asfalto. Lo más perturbador es su mirada, colgada en ninguna parte. Es, ella entera, una foto de la nada existencial. Me toca avanzar. Pienso en el hombre nuevo que nos prometieron. Pienso en los colectivos y su amplia despensa de armas. Pienso en el remotísimo Andrés Bello.
La noticia dice que España suspendió indefinidamente la venta de equipos anti disturbios para Venezuela después de advertir, con alarma, la feroz represión que las autoridades ejercen sobre los estudiantes. “Es lógico no añadir leña al fuego”, agregó el canciller español. Dos días después, el gobierno venezolano le replica a España que no tiene autoridad moral “para aconsejar sobre violencia y diálogo”. Agrega el comunicado, con tono admonitorio, que “el mundo ha sido testigo de cómo el pueblo español se ha levantado en protesta por las políticas excluyentes y negadoras de los derechos humanos y la respuesta de ese gobierno ha sido la represión contra los manifestantes”. Parece un autorretrato. Pero es solo cinismo. Químicamente puro.
Al venezolano, el Twitter se le ha convertido en su marca de cigarros preferida. Ya no fuma tanto, ahora tuitea. Compulsivamente. Nos hemos acostumbrado a resolver el país en 140 caracteres. Lanzamos volutas de humo y “sabiduría” cada cinco minutos. En esa comarca, el rey de todas las tribunas es el insulto.
No analizo tu idea, la descoso con ofensas. No disiento, te cuelgo un “¡Vendido!” en la red. No pregunto, te masacro verbalmente.
Es la autopista favorita de los radicales. Está llena de escombros, basura y cauchos incendiados. Es difícil que alguna idea consiga ventilarse serenamente. Hay francotiradores prestos a apretar el gatillo apenas colocas un argumento, un punto de disidencia, un criterio a contravía. No se aceptan discursos atemperados. Es un ecosistema donde siempre triunfa la furia.
“Somos un país de malagradecidos”, le oí decir a alguien. El sopor que durante semanas arropó a la MUD ha sido vengado a dentelladas. Las extenuantes vueltas que Capriles le dio al país buscando despertarlo fueron arrojadas al olvido. Es la misma actitud que asumen los fanáticos del béisbol cuando abuchean a muerte a alguna estrella que les ha dispensado momentos de gloria y hoy solamente les importa la pelota que dejó caer en el inning anterior. La oposición radical parece haber adoptado el mismo “patria o muerte” delirante que ha regido al chavismo ortodoxo. Los extremos terminan pareciendo hermanos. Los tuits de la “tropa” coquetean en tono con los de Robert Alonso.
CNN en Español entrevista al “guarimbero mayor” y él declara, axiomático, rubicundo: “Nosotros no somos oposición. Somos resistencia. Nosotros no dialogamos. Nos ponemos unas gríngolas. No escuchamos. Nuestra línea de acción es la segunda independencia de Venezuela”. Así de épico. Así de grande. Al final, en un rapto de modestia, se emparenta con Charles de Gaulle. ¿Se imaginan a Bolívar liberando cinco países desde Kendall, Florida? Las noticias hablan de un fuerte enfrentamiento entre la PNB y la GNB contra los estudiantes acantonados en el perímetro de Las Mercedes y El Rosal. Otra protesta pacífi ca que las autoridades convierten en guerra. Antes de salir de mi casa observo la mancha de bombas lacrimógenas que flota sobre la zona. La calle está repleta de carros en desorden, ulular de sirenas y gente apretando el paso. Llego a Plaza Venezuela. El semáforo me concede una imagen: dos policías comen, morosamente, unos raspados de tamarindo. Allí están, tranquilazos, conversando, apoyados sobre el carrito de raspados. Dos kilómetros más allá, sus compañeros apuran sus perdigones sobre la humanidad de cualquiera que se mueva con estampa de estudiante y rebeldía. ¿Sobre qué conversan? ¿El contrato millonario de Miguel Cabrera? ¿La notable actuación de nuestro fútbol femenino? ¿La parrillita del próximo sábado? ¿El hartazgo de estos días? Es tan lenta la forma en que consumen sus raspados. Tan gozosa.
Hace días, en una de sus letárgicas cadenas, Maduro alardeaba que el oficialismo ha hecho un centenar de marchas y ninguna ha terminado en violencia. Según él, bastaba ese ejemplo para detectar en cuál zona de nuestras ideologías hace nido el terrorismo. Quedé perplejo. Le faltó, quizás, agregar una frase más provocadora. Algo tipo: “Fíjense que a nosotros la GNB nunca nos ha lanzado una bomba lacrimógena. Ni la mitad de un perdigón.
En Ramo Verde no hay un solo chavista preso. ¿Qué más pruebas quieren?”. Algo así. Digo, para redondear más la idea.
Me tropiezo en las redes sociales con un letrero que dice: “De los mismos creadores de `El comandante se recupera satisfactoriamente’, `Abriremos todas las cajas’ y `Este año no habrá devaluación’ nos llega: `Queremos Paz”.
Nuestro inefable ministro de Turismo, en vísperas de Semana Santa, asegura que el problema con la escasez de cupos para volar al exterior es porque la demanda es muy alta. Omite la descomunal deuda con las aerolíneas. Replica el argumento que, en la misma página de El Universal , expresa el vicepresidente de Gestión Institucional de la Red de Establecimientos Estatales (¡uuf!): “Las colas para comprar comida demuestran el poder adquisitivo del pueblo”. O sea, nos volvimos millonarios y no nos hemos dado cuenta.
Pero nadie como el mismísimo presidente: “¿No se han dado cuenta de la cantidad de venezolanos gordos que hay ahora?”.
Andamos rollizos de tanta abundancia, eso decía. Mientras tanto, colmados de fortuna y colesterol, ni un simple pasaje para Costa Rica logramos conseguir.
“Este es su hotel, disfrútelo y trate de echar la menos vaina posible’, podría ser la forma más sincera de redactar el primer párrafo de la Constitución Nacional”, le comentaba José Ignacio Cabrujas a la difunta revista Estado y Reforma en 1987. La imagen provenía de una idea punzante: “El Estado venezolano actúa generalmente como una gerencia hotelera en permanente fracaso a la hora de garantizar el confort de los huéspedes”. Elisa Lerner ha sugerido que Venezuela, más que un país, es una hipótesis. Cabrujas insistía en la idea de que somos un país provisional, donde sus ciudadanos nunca han creído en sus instituciones. Remataba con una sentencia de poderosa vigencia: “El concepto de Estado en Venezuela es un disimulo. Vamos a fi ngir que el presidente de la república es un ciudadano esclarecido. Vamos a fi ngir que la Corte Suprema de Justicia es un santuario de la legalidad. Pero, en el fondo, no nos engañemos. En el fondo todos sabemos cómo `se bate el cobre”.
Y así hemos ido dando tumbos, de gerencia en gerencia, con las tuberías atascadas, la corrupción convertida en epidemia y la fachada entera descascarándose. En este momento del siglo XXI nacional la madera de nuestras instituciones cruje pavorosamente.
El hotel ha colapsado. Ya no hay disimulo posible.
Un estudiante cubre el último rincón de su desnudez con las dos manos. Se le ve conmocionado. Por un instante no sabe hacia dónde caminar. Ha sido vejado públicamente por una horda cuya única ideología parece ser la violencia. La cámara registra su vergüenza. La foto le da la vuelta al mundo. Al único lugar del planeta donde parece no llegar esa imagen es a Mirafl ores.
Mientras tanto, la ley coloca su manto protector sobre otra persona. “Solicitan medida de protección para dirigente estudiantil ofi cialista Kevin Ávila”, reza la noticia. Después de un día de ignominia en la UCV con lesionados aquí y allá, el gobierno se preocupa por un solo apellido. El resto espera en cuenta regresiva el fogonazo de una bala, una borrasca de golpes o el escarnio de su desnudez.
Viajo con Tania Sarabia y Claudio Nazoa hacia Valencia para presentar una disertación sobre el amor en clave de comedia. En estos días donde el odio anda tan empoderado, quizás no es mala idea un pequeño contrapeso. Mientras tratamos de surfear los embates noticiosos de un domingo que terminaría siendo muy negro, recorremos la autopista Regional del Centro. Recuerdo en voz alta que un día como ese, tres meses atrás, asesinaron a Mónica Spear y a su esposo. La conmoción fue tal que, desde entonces, la chispa de la indignación ha cobrado forma de incendio nacional. A nuestro lado se extiende lo que alguna vez llamaron “Los rieles del buen vivir”. El chofer nos señala cabillas oxidadas, tramos inconclusos, viaductos corroídos, vestigios de lo que iba a ser y no fue. La revolución también es pródiga en elefantes blancos. En un ya viejo reportaje del año 2011, en esa “artillería del pensamiento” que es el Correo del Orinoco , se hablaba de que Venezuela ya era “pionera a escala internacional con la consolidación de 13.665 kilómetros de vías ferrocarrileras”. Pomposamente se alardeaba de una inversión de 7.000 millones de dólares. Una promesa gorda en dinero. Hoy solo sobreviven 3 muñecos simulando ser obreros que, como perros guardianes, cuidan día y noche el olvido que allí reina.
Mientras avanzamos en paralelo con las vías abandonadas del tren, una vieja camioneta Dodge nos supera por el lado derecho de la autopista. Sobre el vidrio posterior se ve una extraña composición plástica: Un rollo de papel tualé, agitado por el viento.
Una foto de un antiguo comediante de la televisión, Jorge Tuero.
Y, en letras grandes, la frase que inmortalizó en un sketch: “Los gobiernos pasan, pero el hambre queda”.
Nos reímos, con una tristeza llena de fracaso.
El cinismo del poder se puede coleccionar en forma de barajitas. Se nos iría la vida llenando el álbum.