Por: José Rafael Herrera
No forman parte del oficio filosófico ni las pre-visiones ni los pronósticos, ni, mucho menos, los divinari, con los cuales no pocos cientístas sociales y políticos habitúan conducir sus estudios, auxiliados, casi siempre, por la ‘ratio técnica’, bajo la modalidad de cifras, estadísticas, gráficos, etc., sobre los cuales anuncian, en perspectiva, el mapa tendencial del futuro inmediato e, incluso, del no tan inmediato. Como en otras épocas, aunque en esta oportunidad asistidos por la doctrina positivista y sus cada vez más portátiles y sofisticados instrumentos de “medición”, los especialistas siguen los trazos dejados por sus inequívocos antecesores: los profetas, los astrólogos, los magos, “los que anuncian”, en fin, los “adivinadores”. La tradición se pierde de vista: las Escrituras dan cuenta de ellos, tanto como la da el Oráculo de Delfos o los alquimistas, quienes han acompañado visiblemente la formación de la civilización occidental a lo largo de su historia, por lo menos, hasta Descartes. Se sabe que los miembros de los tribunales inquisidores, encargados de juzgar a los “poseídos” por estas “artes” adivinatorias, eran, si no cartesianos, por lo menos lectores de lasMeditaciones, el Discurso o los Principia. Con el tiempo, “el método” fue cobrando tal fuerza que terminó por transformarse en la nueva “varita” que, en nombre de la ciencia, daba cuenta del futuro, traspasando así la espesa niebla que envuelve las incógnitas del por-venir.
El enfermo “terminal” es diagnosticado por el médico especialista, quien le informa de su tristemente breve esperanza de vida. El enfermo le pregunta cuánto tiempo le queda. Pero el médico se niega a pronosticar el día y la hora precisos del aciago momento a su sorprendido paciente. Pero este no es el caso del “analista” de oficio, quien pone todo su empeño metodológico, instrumental, a objeto de descifrar, con sorprendente precisión, y como si estuviese construyendo una nueva “carta astral”, lo que le aguarda a la humanidad en los próximos -digamos- meses. El convencimiento general pronto se transforma en sentido común: las encuestas no fallan. Son científicas, elaboradas con un meticuloso “instrumento” cognoscitivo, es decir, “científico”, capaz de leer “los hechos”. La verdad ha sido revelada. La “tendencia” inherente a la lógica del formato -el ‘modelo’- tiene, apenas, un mínimo “margen de error”. Es el nuevo Nostradamus, el Michel de Nôtre-Dame del presente, sólo que -ahora sí- tan exacto e infalible como lo son las matemáticas.
Es el problema esencial de la filosofía: siempre llega demasiado tarde, porque, como dice Hegel, “sólo en la madurez de la realidad aparece lo ideal frente a lo real y aquél se concibe al mismo tiempo en su sustancia edificándolo en la configuración de un reino intelectual. Cuando la filosofía pinta su gris sobre gris entonces ha envejecido una configuración de la vida y no se deja rejuvenecer con gris sobre gris, sino sólo conocer. Sólo cuando irrumpe el ocaso inicia su vuelo el búho de Minerva”.
Dar cuenta de lo que ha sido y de “lo que es”, no de lo que será: este es el propósito fundamental de la filosofía propiamente dicha. Spinoza es en extremo incisivo en este aspecto. El recorrido de su pensamiento tuerce el “orden” prescrito por el metodólogo de fe. Si bien conviene ir de las causas a los efectos no menos cierto es el hecho de que resulte necesario retornar: volver desde los efectos a las causas y revisar íntegramente el procedimiento, no para conocerlo, sino para re-conocerlo. De lo contrario surgen, en torno a las “razones” preestablecidas por el “tercer grado” del conocimiento, los temores y las esperanzas, esa falsa moneda, de dos caras o de dos sellos, con la que tanto gustan jugar las autocracias para mantenerse indefinidamente en el poder. Si, como dice el genial pensador holandés, “la cupiditas es el apetito que ejecuta la conciencia”, entonces los hombres, en cuanto se esfuerzan por conservar su existencia, son “voluntad-conciente”, sujeto y objeto, forma y contenido de sí mismos. A Marx se le preguntó cómo sería la sociedad futura. Con sensatez hegeliana, el autor de Das Kapital respondió que ese era una problema que debía resolver la sociedad futura. “Muchos -observa Maquiavelo en El Príncipe– se han imaginado repúblicas y principados que nunca se han visto ni conocido en verdad. Porque es tan grande la distancia entre el cómo se vive y el cómo se debería vivir que aquel que deja lo que hace por lo que debería hacer conoce más pronto su ruina que su preservación”. La transmutación de la riqueza de la vida en una fórmula no sólo previsible sino, sobre todo, fastidiosa, deviene secuestro del ser, una vida sin objetividad, una vida que no lo es porque carece de vida. Ese secuestro, ese confinamiento a las formas vaciadas de contenido, es lo que da sustento a los ‘controles’ en los que se fundamentan los regímenes de fuerza. Pero esos ‘controles’ son enseñados y divulgados masivamente con el rostro de la cientificidad. El prejuicio transmutado en ciencia. Y, ¿qué diría Galileo, qué dirían Freud o Einstein? Ni Dos Santos es un científico social ni los científicos sociales pueden seguir haciéndole la competencia a Dos Santos.
La insistente y creciente metodologización del conocimiento, su sistemática reducción a “modelo” e “instrumento” capaz de sustentar toda posible previsibilidad, se encuentra bajo una amplia sospecha sofística, a saber: bajo la sospecha de ser capaz de arrebatarle a los seres humanos todas sus determinaciones, despojándolos de su conciencia y de su voluntad a cada instante, dejándolos expuestos a las formas propias del prejuicio, de la repetitividad hasta el hastío, a cifras, lejos del pensamiento. Quizá por una vez convenga revisar todo de nuevo, siguiendo para ello el consejo de Spinoza. “Sentarse a mirar”, diría Hegel, a fin de observar con atención lo que ha sido y lo que es. Sólo después de reconstruir detenidamente este largo “festejo” de indolencia, corrupción y resentimiento, todo este insufrible Post-Festum, se puede dar cuenta del triste espectáculo de un país cuyo ser ya perdió su propia sustancialidad, hasta la nada. El problema no es, en consecuencia, lo que nos deparará el futuro tan meticulosamente “medido” por los especialistas. El problema -una palabra que, por cierto, no puede en ningún caso ser reducida a la de “tema”, porque su significado es mucho más sincero e irreverente- no está en el más allá, en lo que se viene. Está aquí y ahora, entre nosotros: es. No hay que acudir al profesor Albus Dumbledore, ni a su fiel discípulo Harry Potter, para sabernos absolutamente empobrecidos y rotos como Nación. ¿Habrá que dejarle lo que es a la esperanza incierta y al temor?
Una nueva cultura está surgiendo, aunque no se haya hecho visible. No es cuestión de sentido sino, más bien, de percepción de segundo orden. Deben gobernar los que saben, no los que presumen que saben: “A sus latidos -cuando el topo va minando en el interior- debemos prestar oídos y procurar infundirles realidad”. Después de todo, siempre cabe pensar en un Feliz Año Nuevo sin tener que recurrir a las cifradas profundidades de la investigación metodológica.