Por: Ángel Oropeza
Desde el punto de vista psicológico, el odio es una emoción de tipo negativa, una pasión primitiva cuyo objeto es el repudio y daño a otros. Constituye un sentimiento primario, inferior en la escala de las reacciones humanas, y es más frecuente mientras más inestable e inmadura emocionalmente es la persona. Freud lo asociaba con el miedo. De hecho, afirmaba que mientras el amor es la superación del miedo, el odio es la continuación de este por otras formas.
En la política, la utilización del odio como arma de dominación es ampliamente conocida y profusamente estudiada. Los explotadores suelen hacer uso frecuente del odio buscando dividir a la población, generando rechazo de una parte hacia la otra, y produciendo de manera artificial una sensación de identificación y cohesión grupal que refuerza tanto el fanatismo político como la aparición de comportamientos irracionales que perpetúan la condición de sumisión de quienes los realizan.
Esta apelación al odio para mantener cohesionados a sus dominados, suele acompañarse por una inteligente y cínica referencia permanente al “amor” como móvil de todas sus acciones. En una clásica estrategia proyectiva (que consiste en transferir a otros intenciones y conductas propias), se “mercadea” la idea de que el odio que se practica proviene del adversario. Así, en nombre del “amor”, se fomenta el odio hacia el contrario, y se le culpa al mismo tiempo de ser él quien lo practica.
El secreto de la utilidad política del odio estriba en que este, cuando se hace presente, obnubila la razón, y no permite una visión de la realidad que escape de las cárceles de lo pasional. El odio convierte toda diferencia en afrenta, y todo desacuerdo en amenaza.
El odio cumple el papel de desviar el necesario debate y análisis político al terreno intangible de lo emocional primitivo. Quien odia no piensa, solo se deja arrastrar por un impulso inferior. Y esto para el explotador es vital, porque por esta vía logra evitar que su población de apoyo le evalúe por sus logros concretos, y que pueda llegarse a un diálogo racional con quienes piensan distinto. Porque quien odia ni ve la realidad ni acepta verdades distintas a las que le dicta su pasión.
Las tristes declaraciones de algunos funcionarios de la clase política madurocabellista a propósito del asesinato del diputado Serra, en especial luego del mensaje de pésame y solidaridad enviado por dirigentes de la oposición, más allá de lo que ellas nos dicen acerca del nivel de madurez de sus oficiantes, constituyen en la práctica una muy lamentable utilización de la condenable muerte de un venezolano para fines de reforzar una estrategia política de división y dominación basada en el fomento del odio.
Los venezolanos inteligentes no odian a Maduro ni a Cabello, ni a ningún otro miembro del statu quo. Están muy molestos, eso sí, por su incapacidad e indolencia. Pero esta molestia es producto de una constatación concreta con una realidad cada vez más miserable, no el resultado de ninguna pasión prefabricada.
Parte de la tarea de construcción de mayorías, indispensable para lograr el cambio político, es convencer al muy molesto pueblo oficialista sobre quiénes están detrás y son responsables de sus cotidianos sufrimientos. En este terreno del análisis objetivo, el gobierno tiene todas las de perder. Su única esperanza es que el debate político huya de la discusión sobre logros concretos y sobre la vida real que sufren los venezolanos, y se desvíe hacia el tramposo terreno de las solidaridades emocionales movidas por el odio hacia cualquiera que no sea de su artificial secta.
El modelo de dominación militarista necesita desesperadamente que nos odiemos, para huir del escrutinio racional sobre su estrepitoso fracaso. Si queremos un cambio político, y que las actuales bases de apoyo de ese modelo de dominación terminen acompañándonos en ello, no caigamos en tan estúpida trampa. La división solo favorece al que oprime.