Por: Fernando Rodríguez
Para ser franco, su muerte me ha dolido de una manera curiosa, como si ya hubiese arreglado cuentas con ella hace mucho. Y no porque haya vivido y hecho vivir, y sufrido también, en demasía. Aunque eso cuente, claro está. Sino porque él la trataba con una enorme naturalidad, la “tuteaba”, y eso para mí es una disposición definitiva metafísicamente hablando: muerto Dios los hombres tenemos como tarea primordial la de aprender a morir, a “pasar”, diría Antonio Machado, sin demasiada alharaca, sin melodrama. Yo recuerdo, y con ello a lo mejor me explico, que el admirable Freud dijera sobre su inminente fin que solo se trataba de “una muerte más”. En esas tres palabras hay más sabiduría que en cualquier suma teológica, sobre todo el reconocimiento de la inevitabilidad y la “banalidad” del acontecimiento, así uno sea el padre del psicoanálisis, y una muy democrática solidaridad con la especie. Algo de eso hay en la muerte de quien tanto quise y admiré.
Pero también hay otro rasgo que me conmueve, eso tan proclamado y buscado por muchos, vivir con la mayor plenitud posible hasta el final, como si se fuera a existir para siempre. Eso lo decía paradigmáticamente Montaigne, que deseaba que lo sorprendiera mientras trabajaba afanoso en su huerto. Que no todos lo desean, algunos prefieren vivirla plenamente, pero son más bien amantes de lo sagrado, que no se han enterado del magnicidio de Nietzsche. Pero no lo digo porque sea más cómodo y ejemplifique muy bien aquello, que tiene muchísima verdad, que pensaban filósofos helenistas y romanos de que la muerte no existe porque no aparece mientras vivimos y después ya no estamos para observarla. No, lo que hay en esa actitud de real y bellamente humano es ético: servir hasta que podamos.
Eso hacía Pompeyo con una rara generosidad y altivez. De verdad que no se quería ir hasta que hubiese una luminosa mañana en que viese huir a los tiranos que hoy nos humillan, tanto amaba la democracia y la justicia social. No alcanzó a vivirlo. Pero sus tareas políticas no cesaron nunca, y había que cumplirlas. A pesar de los cuatro años sin caminar, las tres diálisis semanales, la audición casi inexistente, la vista muy disminuida, la pierna que había que cortar y él se negó, los dolores atroces… su cuerpo estaba destruido, milagrosamente su alma estaba viva. Viva, capaz de escribir (dictar) dos artículos semanales; creo que si hubiese sido necesario habría pedido, con su último suspiro, unos minutos adicionales para terminar su artículo de Tal Cual, “un columnista serio nunca falla”. Estaba totalmente informado de cualquier acontecer. Y, sobre todo, vibrante su espíritu de lucha y capaz de amar a su bella familia, a sus fieles amigos y a un sinfín de nuevos conocidos que lo visitaban porque veían en él un ícono de la libertad, que tenía tatuado en su piel casi un siglo de historia nacional. Pero lo más sorprendente es que leía diarios, revistas, libros y libracos a granel. (Un aparte. Yo no quiero discutir si los políticos de hoy son mejores o peores que los de ayer o de antier. Pero con los que yo conviví, me limito a los del MAS a partir de un momento y antes que se derrumbara, eran casi todos lectores voraces, de una inusual cultura. Los líderes mayores, claro, Teodoro y Pompeyo, tenían que ser estandartes de esa vocación). Bueno, fue una tarea que el viejo cumplió sin descanso. Pero no solo se trataba de leer aquello necesario para sus funciones cívicas, lo que no hacen ni los bellacos ministros de ahora, sino sin ningún límite, que no los tiene la cultura. Y así como leía las memorias de sus coetáneos, en las que era protagonista, leía también a Cicerón o a Platón, “que ayudan a vivir”, decía. ¡Qué disciplinadamente hacía sus tareas de militante perenne el otrora mítico Santos Yorme!
No te digo adiós, mi paternal amigo, porque sé que no estás en parte alguna. Esa nada donde estaremos todos en un rato. Pero les digo a los venezolanos consternados de hoy: he allí un hombre justo, alguien que vivió y murió como se debe. Una rara moneda en estos tiempos, un astro que guía.
no lo hacen hoy con audio-libros