Por: Fernando Rodríguez
Muchas experiencias sobre la política hemos debido acumular en estos casi cuatro lustros combatiendo un animal estrambótico y criminal que ha destruido el país y desgarrado nuestras vidas. Sobre todo muchos y muy diversos fracasos, si la medida es no haberlo devuelto al excremento histórico que lo engendró; porque, ciertamente, la bestia, aun sangrante y dislocada hoy, sigue ahí cada vez que despertamos. Si estamos, estamos, en una vuelta crucial del camino sería sano tratar de pensar juntos en la naturaleza de esa impotencia última (también de nuestros no pocos puntuales logros y notables y valerosos esfuerzos). Mirar el bosque para elaborar la próxima travesía, ¡la última dioses del Olimpo! Creo no exagerar que todo opositor sabe que necesitamos de esta revisión.
Quiero llegar simplemente a una muy puntual y limitada proposición. Política es una práctica racional para manejar relaciones de poder, conflictos. De esa perogrullada subrayo la palabra racional, la búsqueda de una verdad, muy precaria ciertamente, tanto que no pocas teorías la suprimen, que implica luchar contra innúmeros prejuicios que la distorsionan o la ocultan. Implica pues una lucha contra las zonas irracionales que nos constituyen necesariamente: intereses; sentimientos; pulsiones inconscientes, en parte destructivas. Y que es ante todo un acto moral sustentarla, de coraje esencial y de postergación de cálculos, sentimientos y beneficios propios.
Me parece obvio, verbigracia, que es convicción general, sentido común, justa prudencia, el concebir que no es en absoluto deseable que entre dos partes diversas pero suficientemente apertrechadas para la puja política, apostar solo a la violencia como forma de resolver sus conflictos. Aunque a veces esto se imponga, el pacifismo es una beatería inútil. Pero un grupo minoritario, muchas veces violando ese principio ético mínimo de no pedir a otro lo que tú no das, no deja de presionar para que la palabra “negociación” resulte, siempre, una traición, medida por algo que se hace cada vez más equívoco que llaman calle, para ellos sinónimo de violencia (¿de muerte?). Y esto vale para los estrategas del “inevitable” triunfalismo bélico, o los fascistoides que cantan al ideal guerrero o al ADN heroico del venezolano y cosas igualmente tenebrosas y míticas. La calle ha hecho grandes logros en estos meses de lucha y mostrado valores admirables, nadie quiere eliminarla, pero también ha demostrado sus límites y hasta sus perversiones. Uno de esos límites, sinrazones, es no calcular adecuadamente en su estrategia la desigualdad nuestra ante unas robustas fuerzas armadas, en parte profundamente corrompidas y sin sentido de humanidad. Otro es el vetarse la posibilidad, en buena medida por el chantaje belicista, de transitar otras dimensiones políticas, pacíficas, no menos reales, de que la historia universal da muestras hasta la saciedad. O practicarla en secreto, menospreciando el colectivo.
Esta allí la posibilidad de eventos electorales vitales. Deberíamos rechazarlos so pena de traición a los luchadores caídos y la necesidad de hacer desaparecer ya al adversario, y su siniestro CNE, de la faz de la Tierra. ¿Podemos? Es cierto que este gobierno está destrozado en todos los niveles, cáfila de delincuentes sin residuos de moral, sin dinero, sin pueblo, pateados por la humanidad…Pero allí está, hasta nuevo aviso, Padrino con sus bandas armadas hasta los dientes listas para matar. Todos deseamos que esto termine mañana y el dinosaurio muera, ojalá y así fuese. Pero si así no sucede tendremos veintitrés gobernadores contrarios en diciembre que nos darán un 2018 inimaginable y si ganásemos las presidenciales, si las hubiese, habría que pensar un instante en las dificultades adicionales de esos veintitrés enemigos saboteando una labor ya de por si titánica. Que nos van a engañar y la constituyente y el CNE podrido harán de las suyas y no habrá elecciones o se va a falsear con normas impúdicas: responderemos debidamente, al carajo los gobernadores, pero al menos demostraremos una vez más el peor rostro de la tiranía.
Es solo un ejemplo, hay muchos. Y en cada caso hay que pensarlos, razonarlos desprejuiciadamente y enfrentar la crítica minoritaria alevosa y visceral.