Por: José Rafael Herrera
No siempre el tiempo histórico que se vive coincide con el tiempo cronológico. El gran filósofo italiano Giambattista Vico, en la Ciencia Nueva, da cuenta de esta escisión o desgarramiento de los tiempos, con base en la cual, ubicados dentro de un mismo período de la historia, sin embargo, hay pueblos que viven en retardo respecto de otros. Unos, pues, viven a la altura de su tiempo. Otros muestran la disposición de alcanzarla. Pero hay otros, en cambio, que viven en lo que Vico designa como la “barbarie ritornata”, suerte de “vuelta atrás” –o “ricorso”– que sufren las sociedades en su devenir histórico, con la que retroceden, no solo respecto de otros pueblos sino, incluso, respecto de sí mismos. Es probable que el actual tiempo histórico venezolano no coincida con su tiempo cronológico y, más aún, que el uno y el otro hayan ido lenta y progresivamente disociándose sin que sus actores cotidianos –los llamados “ciudadanos de a pie”– lo hayan percibido, o por lo menos sin que aún lo hayan elevado ante el tribunal de la conciencia.
Mucha agua –¡y mucha sangre!– ha corrido desde los tiempos de “la gran Venezuela” de los años setenta, la del dólar “a 4,30” y la del su consecuente “´tá barato”. Durante buena parte de la década de los setenta, en efecto, Venezuela vivió, si no su mayor época de esplendor, por lo menos, una de sus épocas de mayor gloria. Durante aquellos años se consolidó la clase media profesional y técnica venezolana. De pronto, y por primera vez en la historia del país, una enorme cantidad de jóvenes ingresaron en los liceos, institutos tecnológicos y universidades. Cientos pudieron hacer sus posgrados en el extranjero, en Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Francia, Italia, entre otros países. Los venezolanos se profesionalizaron y se especializaron como nunca antes en su historia. Se multiplicaron los que tenían un “segundo idioma”.
No pocos se trajeron sus “parejas” al pujante país de las oportunidades, y muchos hasta pudieron formar sus familias. El empleo creció, tanto como las urbanizaciones, la vialidad, la industria automotriz, las escuelas, los liceos, los centros hospitalarios. El auténtico teatro, el cine, la danza clásica y la contemporánea, la buena música –la clásica, el rock, el jazz, el blues o las manifestaciones de una música nacional y caribeña de vanguardia y ciertamente creativa–, las galerías de arte, las librerías especializadas y los cafés –también las cervecerías y los “centros nocturnos”– tuvieron su época de gloria. Profesores universitarios de las más variadas disciplinas, provenientes de otras latitudes, llegaban por docenas para formar el futuro del país. En fin, la envidia de una América Latina impotente, quebrada y militarizada, tradicionalmente acostumbrada a mirar con resentimiento al “imperio” y sus “vástagos lacayos”. Venezuela –“un país para querer”, “el más bello secreto del Caribe”– se encaminaba a alcanzar la coincidencia viquiana de tiempo histórico y tiempo cronológico. País, por lo demás, tolerante, sin prejuicios, de mezclas y contrastes, con un solo, único e histórico antagonismo esencial: los juegos de béisbol Caracas-Magallanes.
Entonces, a mediados de los ochenta y con el pos Viernes Negro, despertó con furia el populismo, con la mirada puesta sobre un grueso sector de la población: habitantes de los marginados “cinturones de miseria” –los denominados, por la típica sorna criolla, “marginales”– que, rezagados en relación con la clase media “en ascenso”, aguardaban una oportunidad para salir adelante. Manipulados primero y desencantados después, con ellos fue, poco a poco, creciendo el odio, el rencor social, las “ganas” contra aquellos a los que llamaban “burguesitos”. Los desaciertos políticos de los “cogollos”, la prepotencia no exenta de zancadillas y golpes bajos, la imposición de “modelos” económicos absolutamente abstractos, ajenos al contexto histórico, social, y cultural del país y el amenazante crecimiento de la corrupción administrativa, sirvieron de gran “telón de fondo” de lo que terminó explotando un aciago 27 de febrero.
La mesa estaba servida para el advenimiento de un militarismo neofascista, entrelazado con el más primitivo de los izquierdismos, de clara tendencia estalinista y maoísta, es decir, de un no-marxismo, dada la marcada inclinación totalitaria y autocrática que tanto le repugnaba al Marx de Los Manuscritos de París, de El Manifiesto y de El 18 de Brumario. Supieron, no obstante, aprovechar el momento. Estaban dadas las “condiciones” para capitalizar el descontento de una decepcionada clase media que veía, no sin desparpajo, cómo se hundían sus deseos de ascenso social, identificados en esa necesidad de ascenso con el lumpen iracundo, habitante de ranchos y miserias. Las fallidas intentonas golpistas del 4 de febrero y del 27 de noviembre acrecentaron los deseos de cambio. Y el “mito” viviente, el “hombre fuerte” que iba a enderezar el camino y acabar con la corrupción, la inmoralidad y las “malas prácticas” de “los políticos”, finalmente, fue elegido por mayoría contundente, sedienta de justicia social y de orden: “¡Que la tortilla se vuelva!”, dice una vieja canción suramericana, atravesada de cabo a rabo por el resentimiento social.
Quince años después, la “tortilla” se ha hecho “torta” y, efectivamente, se ha volteado. La distancia entre el tiempo histórico y el cronológico presenta características de abismo. El lado “crudo” de la “tortilla” ha convertido en carbón al lado “cocido”. Se “vive” para el día, amenazados por la “barbarie ritornata” viquiana. Hoy por hoy la creación, la producción, el “hacer”, son los “enemigos”. La estética que comienza a imperar es la del ladrillo, el zinc y el “reguetón”. La verdad se confunde con la ficción y la moral es la venganza –la “culebra”– del barrio, inmanente a la malandritud lumpenfascista. Una relación dialéctica, como se observará, muy poco dialéctica, si por esta se comprende la oposición que, necesariamente y tras la cruenta confrontación, conquista el recíproco reconocimiento. No lo hay. La dialéctica de “señorío y servidumbre” no consiste, como se comprenderá, en que el señor se transforme en siervo y el siervo en señor, sino que tanto el uno como el otro sean “señor del señor y del siervo”. La “dialéctica de la tortilla” terminó por arrinconar a la “clase media en ascenso” hasta echarle en cara el epíteto zahiriente de “marginal”. La clase media ya no lo es y cada vez se extingue más. La actualmente exigua, desesperanzada, moribunda y, sobre todo, erróneamente llamada “burguesía” –la clase media– ha devenido, aquí y ahora, pobresía.