Por: Leonardo Padrón
La cita con Jorge Ramos fue en Univisión, su lugar de trabajo desde 1986. Allí es el ancla estrella de las noticias. Dentro de dos horas debía transmitir el noticiero de la principal cadena hispana de televisión en Estados Unidos. Parecía tiempo suficiente para conversar sobre el oficio del periodismo. Pero mi operador de audio estaba enfrascado en una feroz lucha con un aparato que no conocía. El tiempo avanzaba y Ramos podría aparecer en cualquier momento. Y lo hizo. El técnico comenzó a envejecer de angustia. Y yo con él. Si no lograba que el micrófono funcionara, la entrevista fracasaría sin haber nacido.
Entretuve a Jorge Ramos mientras de reojo vigilaba los afanes del operador. El tiempo daba zancadas sin piedad. Pronto entraríamos en cuenta regresiva. No tenía otro día para entrevistarlo. Decidí confesarle el inconveniente técnico. Ramos buscó ayuda, preguntó en uno y otro lado para resolver el escollo. Finalmente el operador resolvió el problema luego de una llamada telefónica a Unión Radio en Caracas.
La entrevista para mi programa radial Los Imposibles pudo comenzar. A esas alturas, ya veinte canas nuevas reinaban en mi cabeza.
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Jorge Ramos venía de unos días agitados. La revista Time lo acababa de seleccionar como una de las 100 personas más influyentes del mundo. Sus palabras dichas en la gala de la revista causaron revuelo. Allí acusó al presidente mexicano Peña Nieto de corrupto y le recordó que miles de mexicanos pedían su renuncia. Lo dijo en español y en inglés. También se refirió a Venezuela: “Nicolás Maduro, libere a Leopoldo López y todos los presos políticos. Sólo en las dictaduras hay presos políticos”.
El elección de Time se basa no sólo en su labor periodística. Jorge Ramos se ha convertido en voz de millones de inmigrantes que buscan salir del manto de invisibilidad que históricamente han sufrido. Se ha dedicado durante años a lidiar con firmeza para que el gobierno de Obama apruebe la reforma migratoria y para que se legalice la situación de indocumentados que viven en Estados Unidos. Usa dos palabras para definirse: periodista, inmigrante.
A Jorge Ramos le gusta interpelar al poder: “Cuando entrevistamos a alguien poderoso hay que hacerlo como si fuera la última vez”. Esta premisa le ha permitido confrontar al mismísimo Barack Obama y reclamarle el olvido de su promesa electoral sobre la reforma migratoria. Luego suop que el señalamiento incomodó al presidente de Estados Unidos: “Pero no temo represalias del gobierno por mi pregunta. En este país eso no sucede”. Obama, a diferencia de otros mandatarios, le ha vuelto a dar entrevistas.
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La única vez que logró acceder a Fidel Castro la entrevista duró 1 minuto y 6 segundos. Lo avistó saliendo de su cabaña con su tropa de escoltas en un hotel de Panamá en una cumbre de presidentes. Apuró al camarógrafo y abordó a Castro con el micrófono en ristre. A la primera pregunta Fidel le posó un brazo sobre sus hombros. Vio sus uñas largas y blancas al lado de su rostro. Con sutileza, Ramos se deshizo del abrazo. Entendió la estrategia en el acto. Fidel buscaba neutralizarlo. Invadirlo con su repentino afecto. Ramos lanzó una pregunta poco complaciente y Fidel repitió el gesto de rodear sus hombros. Ramos se escurrió de nuevo. Entonces intervinieron los escoltas. Se interpusieron entre ambos, sin dejar de caminar. Uno de ellos lo golpeó en el estómago, sin estridencias. Fidel se alejó saludando a sus admiradores. Fin de la entrevista. 1 minuto, 6 segundos.
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A Chávez también lo entrevistó. Y también tuvo que lidiar con su intolerancia. Fue en 1999. Aún el país estaba de luna de miel con su victoria electoral. Ramos me relata las tres mentiras que Chávez le descolgó en la entrevista. A la pregunta “¿Usted está dispuesto a entregar el poder después de cinco años?”, Chávez respondió: “Claro que estoy dispuesto a entregarlo”. Ramos recuerda cómo Chávez procuró el cambio de la Constitución para poder reelegirse. La segunda mentira fue cuando Chávez le garantizó que no pensaba nacionalizar ninguna empresa privada. Y la tercera fue “cuando le pregunté a Chávez si nacionalizaría algún medio de comunicación. Volvió a mentir”. “No”, respondió. “Basta con el medio del Estado. El Estado tiene el canal 8, Venezolana de Televisión… (con) los demás canales yo tengo las mejores relaciones… deben seguir siendo privados”. Esa es la misma entrevista donde Chávez le afirmó que Cuba era una dictadura. Y es el mismo presidente que mintió sobre su salud para lanzarse a una tercera campaña electoral y ganarla sin confesarle al país la ruina que ya era su cuerpo.
Para Jorge Ramos el periodista tiene una función social: evitar el abuso de poder. “El periodista que come en la misma mesa que el poderoso se está tragando su credibilidad”, sostiene.
En uno de sus primeros libros, “Lo Que Vi, Experiencias de un periodista alrededor del mundo”, Ramos confiesa una estrategia para no intimidarse ante los dueños del poder: “Desarrollé la costumbre de imaginarme a los presidentes en sus detalles más comunes: en calzones y calcetines, con pelos en las orejas, dolor de espalda, diarreas, problemas conyugales… así los ponía bajo una dimensión más humana”. Vale la pena ver el video de una de sus entrevistas con Chávez. Este gruñía, se ponía estridente, insultante y Ramos proseguía imperturbable. Es parte de su firma. Interroga como si jugara póker.
Al final del encuentro, luego de despedirnos, volteé a ver al operador de audio y le pregunté, con inquietud: “Todo esto se grabó, ¿no?”.
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Al día siguiente, tuve la oportunidad de entrevistar a Jaime Bayly en su casa en Key Biscayne. Nos recibió su esposa, Silvia Núñez del Arco, una hermosa y joven escritora que parece combinar a la perfección con el desparpajo existencial de Bayly. Nos llevó al jardín de la casa y al instante apareció Bayly, enorme, desaliñado y con el sopor de quien viene del dentista. Llegó sin su pollina habitual, con sus cejas desmelenadas y una incesante oferta de café, dulce o vino. Ya nos conocíamos. Yo había tenido el honor de estar en su programa y había un primer puente de afecto mutuo.
Luego del primer intercambio de frases, volvió al interior de la casa y reapareció con dos gigantescos potes de insecticida en sus manos. Uno para cada quien. Garantizó que seríamos atacados en breve por una horda de mosquitos. Nos acercábamos al sol de las seis de la tarde. Mientras respondía con su habitual franqueza sobre temas espinosos como su bisexualidad o el estupor de la sociedad limeña ante su primer libro, “No se lo digas a nadie”, Bayly rociaba sus respuestas con fogonazos de insecticida. Resultó un guerrero empecinado. Al ver que un mosquito caía al suelo, aún vivo, se inclinaba y con su dedo pulgar lo aplastaba sin misericordia. Esto último mientras me hablaba de su memorable encuentro con Jorge Luis Borges.
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El desenfado parece ser el principal ingrediente del ADN de Jaime Bayly. Con sorna, me habla de su “angustia” al pensar que ya se está quedando sin escándalos que ventilar en su profuso catálogo. Ha hecho de la televisión la plaza mayor de su irreverencia, pero en la conversación deja claro que su afán más preciado es la literatura. Le pregunto por el estigma de la televisión versus el prestigio literario. Bayly dice que le parece sospechoso que siempre los más enconados críticos de su obra suelen ser peruanos y pertenecientes a la misma generación literaria. Agradece la generosidad de Varga Llosa quien llevó su primer manuscrito a Seix Barral para que lo publicaran. Asegura que su obra no entrará al galpón de la inmortalidad, pero igual no deja de escribir incesantemente.
Fueron dos horas donde no apeló a su sonrisa socarrona, esa que usa en su programa de televisión para desarmar a los entrevistados arrogantes o insustanciales. La misma que usa también para interpelar al poder. Sus episodios con Alan García y Alejandro Toledo fueron notables en ese sentido.
Le costaron la pérdida de su trabajo o el exilio. Jaime Bayly recuerda la entrevista hecha a un actor venezolano que se perturbó cuando le preguntó si era chavista. “No me gusta la gente jabonosa. ¿Cuál era el problema en reconocer su filiación política?” Todavía el sol deambulaba risueño y eran las 7 de la noche en las arenas de Key Biscayne. Los mosquitos seguían cayendo derrotados por el ataque sin pausa de Jaime Bayly. Me acababa de conceder una entrevista plena de confesiones y desfachatez. No esperaba menos.
Me alejé de Miami con el gusto de haber entrevistado a dos periodistas de raza. Cada cual con un estilo muy personal. Ambos adictos a la verdad y alérgicos a las vilezas del poder.
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Mientras convenzo al GPS de que me lleve a mi destino, pienso en los acosos que sufre el periodismo en Latinoamérica, en el cinismo del presidente de Conatel afirmando ante la ONU que en Venezuela no se ha cerrado ningún medio de comunicación, en José Vicente Rangel recibiendo el Premio Nacional de Periodismo y diciendo que “hoy se garantiza plenamente la libertad de expresión” en el país. Pienso en la encuesta de Medianálisis sobre el ejercicio del periodismo en Venezuela donde 48% de los periodistas reconoce “recibir instrucciones significativas para modificar la forma y el contenido de informaciones ya verificadas”, y 49% acepta haberse autocensurado.
Pienso en la infinidad de periodistas que han perdido su trabajo o han tenido que exiliarse. Pienso en la asfixia económica, la amenaza y la intimidación cotidiana a los medios de comunicación de mi país.
¿Cuánto tiempo durarían Jorge Ramos o Jaime Bayly en un canal de televisión en Venezuela?