Por: Fernando Rodríguez
Cuando digo pensar no solo digo confeccionar la más idónea fórmula económica para salir de la crisis que vivimos, de las colas denigrantes, la inflación incansable y la impunidad del Picure; hallar la fórmula para mandar a la basura el gobiernito inútil y reencontrar la convivencia democrática; hacer justicia a tanto delincuente vestido de rojo o uniformado de verde. Todo lo cual es condición indispensable para rehacernos.
El pensar a que me refiero es más genérico, no quisiera llamarlo filosófico. Simplifiquemos diciendo que es el venezolano deseable, el sujeto de una nación curada, en lo que es humanamente posible (que nunca es demasiado), de la cruel enfermedad que ha padecido por casi dos décadas, para no hablar de sus viejos males que estos lodos trajeron. El que se levanta una mañana azulada y siente un ligero gozo al caminar por calles renovadas hacia el trabajo o el aula, solo eso.
Pero para que nos metamos en la piel de ese compatriota que es capaz de sonreírle a la diaria jornada necesitamos desalojar, hacer la crítica liberadora, de esta larga inculcación de irracionalidades, odios y mentiras que son esenciales al triste mal del que hemos estado muriendo. De la mugrienta y obsesiva ideología que nos han dado a comer demasiado tiempo. Para que podamos construir pensamientos sanos y nuevos, hay que demoler los perversos instalados. Hacer la crítica teórica de los fetiches que Ramos Allup botó de la Asamblea.
Eso significa superar el caudillismo (y el culto a la personalidad que, en nuestro caso, es una careta necrosada de este), esa forma del gobierno unipersonal que es la negación obvia de la democracia, asunto de todos. Acabar con la religión nacional que no es sino el uso perverso e interesado de nuestros próceres convertidos en ídolos carnavalescos. Volver los militares a sus cuarteles, no deliberantes, invisibles y silentes. Darle lugar preponderante al mérito y las luces. Asumir la política pero en su justa medida, que no intoxique. En fin, barrer todo vestigio de telurismo barato, disentería populista, pensamiento mágico, mítico que siempre conduce al fascio.
Y de ese venezolano a construir, de suyo ya está parcialmente configurado, yo definiría tres características. Un ciudadano obligado a la política (pocos deberían dudarlo hoy en Venezuela), pero entendiendo por ello la convicción de que solo por el diálogo y la transacción se deben alcanzar cualesquiera objetivos societarios, vitales en los países de alta desigualdad y pobreza. La política es solo un arte de solucionar conflictos. El Estado, más grande o más pequeño, es un aparato al que solo hay que exigirle eficacia e instituciones reguladas. En absoluto es altar o mausoleo patrio. Y es deseable que le dediquemos a la política el menor tiempo, para abrirnos a una vida más amplia, creativa y divertida. De los políticos profesionales es preferible hablar mal tanto como sea moralmente lícito. Nada de lo cual implica dejar de luchar contra la desigualdad y la injusticia. Pero la dicha y el dolor, y el otro amado o repelido, como la muerte, en definitiva son del ámbito de la vida de los individuos.
En segundo lugar, no puede ser sino un sujeto cosmopolita, abierto y conectado al mundo. En parte ya lo es, a pesar de los años de provincianismo y promoción de la ignorancia. ¿No hay millón y medio de venezolanos, la mayoría educados, esparcidos por el planeta? ¿No somos ya dependientes, no pocas veces en grado patológico, de Internet y sus engendros y del cable que salva de las cadenas? ¿No han rebotado nuestras monstruosidades políticas en el planeta entero? ¿No usamos blue jeans y decimos tweet y selfie? Es entusiasmante ser militante de la humanidad.
Por último, abogaría por un ciudadano ilustrado, algo volteriano, que crea en el argumento y la demostración y que no se rinda ante la irracionalidad, ancestral o de nuevo cuño. Que diseñe futuros.