Por: Tulio Hernández
Cuando Nicolás Maduro organiza correctamente sujeto, verbo y predicado muchos televidentes respiran aliviados. Prueba superada, piensan. Y hasta lo celebran. Con Diosdado Cabello, en cambio, no hay caso. Porque el teniente que dirige el Parlamento como un cuartel está convencido de que en la vida política lo importante no son los sujetos ni los verbos, sino los adjetivos. Los despectivos. Y las interjecciones. Algo más o menos así: “Traidores. ¡Ay, ay! Mediocres. ¡Uh, ah! Vendepatrias. ¡Je, je!”.
El tercero en el mando rojo, el vicepresidente Arreaza, sabe, en cambio, conjugar, pero genera el síndrome del Lexotanil. Apenas abre la boca una somnolencia enorme se apropia de la audiencia. Dice “alegría” y la gente se entristece. “Bienvenidos”, y los recién llegados quieren irse. “Estamos ganando”, y todos se imaginan 6 a 0 en contra. Es un bostezo en busca de autor.
La culpa es de Hugo Chávez, quien acostumbró al país, especialmente a los seguidores rojos, a la idea de que el discurso político era un espectáculo circense. Chávez era una suerte de coctel alucinógeno de masas –hecho con una medida de don Francisco y otra de Eva Perón, el showman y la redentora– que protagonizaba un programa de entretenimiento las 24 horas del día, recitaba, cantaba, bailaba, se enfurecía y se alegraba, ofrecía lecciones de historia y su efecto era el mismo que el de un gigantesco supositorio de esperanzas.
Su capacidad seductora fue tan grande que operaba como una suerte de inmenso telón, siempre oportuno al caer, que impedía evaluar en su justa medida a quienes le rodeaban en el mando. Maduro, de lejos, si no hablaba, incluso podía pasar por un canciller, y Ramírez, igual, por eficiente gerente petrolero.
Pero ahora que el Comandante Único no está para distraer a la audiencia, a todo el “alto gobierno” se le comienza a notar la tosquedad de sus costuras. Especialmente aquella, la más grande, la que deja ver que era este un proyecto político sin pensamiento propio ni actualizado. Y sin visión de largo plazo. Que lo del siglo XXI fue solo un asunto de fechas. No una reinterpretación de las tesis del socialismo decimonónico. Que el proyecto de país solo existía en la cabeza del presidente muerto, y cambiaba con tanta frecuencia como las fases de la luna.
Todo, lo sabemos ahora, fue un entusiasmo que no llegó siquiera a boceto. A plano a mano alzada. Era una colcha hecha de retazos de consignas, y vamos a decir que de buenas intenciones igualitarias y redentoristas, que nunca llegaron a tener desarrollo lógico, estructura de plan, proyecto gerencial, visión de país.
Nunca se tomaron en serio la economía. Aquello de ¿por dónde comenzamos? ¿Qué viene después? ¿Adónde llegaremos y en cuánto tiempo? Ni siquiera la vieja conseja marxista de que “no hay praxis revolucionaria sin teoría revolucionaria”.
Ahora estamos en la resaca del día siguiente. La cruda, como dicen los mexicanos. La hora de recoger los vidrios rotos. Agotados todos los experimentos –la fascinación por las cooperativas, el encantamiento por los huertos hidropónicos y los gallineros verticales, la euforia por la expropiación de unidades productivas privadas para convertirlas en empresas “socialistas”, la ortodoxia del control de cambio, el acto fallido de la economía centralizada y estatista– y con todos los indicadores mostrando sin tapujos la enfermedad –inflación hipertensiva, corrupción septicémica, el dólar negro en hipertrofia crónica, la deuda externa con obesidad mórbida– el socialismo del siglo XXI no encuentra ya, como dice el habla popular, en qué palo ahorcarse. Si en el de Jorge Giordani y la economía comunista, o en el del FMI y los ajustes de paquetazo con ribetes neoliberales.
Chávez sustituyó el trabajo de construir país por el esfuerzo de mantenerlo entretenido. Los magos menores que heredaron el show no saben sacar del sombrero un conejo cada veinte minutos. Su legado se llama “como vaya viniendo vamos viendo”…