Por: Alberto Barrera Tyszka
Te cuento un relato de boxeo. Es la historia de un peleador cuyos combates se deciden más en la sombras que sobre el rin.
Tiene más negociaciones que jabs. Mueve más las reglas que la cintura. Maneja mejor a la mafia que a sus puños. Lo tiene todo controlado. Cambia los estatutos, obliga a su contrincante a boxear con uno de sus brazos amarrado en la espalda. Logra que se designe como árbitro a uno de los integrantes de su propio equipo.
Tiene comprados a la mayoría de los jueces. Llena las butacas del estadio con puros hinchas suyos. Contrata a un periodista francés y a un director de cine gringo para que hagan entusiastas declaraciones después de la pelea… Y encima el público general no se da cuenta de nada porque tiene sometida la televisión. En la transmisión del combate, jamás se ve al contrincante. La noticia es que el otro no existe. Se pelea contra su ausencia.
Pero aun así, aun con toda esta ventaja, el boxeador nunca consigue ganar de manera convincente. Jamás da un nocaut. Llega jadeando al décimo asalto, obtiene victorias estrechas y por puntos.
Siempre queda demasiado cerca. Siempre es casi empate. De igual manera, al final, el boxeador sale ante las cámaras lanzando gritos, como si fuera Alí, diciendo yo se los dije, hablando como si hubiera ganado por paliza, como si hubiera liquidado a su adversario de manera fulminante y en el primer asalto. Sostiene Joyce Carol Oates, escritora norteamericana que reinventó la metáfora del boxeo, que todo lo que sucede sobre el rin es también una imagen de la “continua demencia histórica” de la humanidad.
Esa es también parte de nuestra locura. La verdadera noción de estafa que gravita sobre nuestras jornadas electorales no sucede el día de las elecciones. Ocurre antes.
Quien ensució, desde el principio, este proceso fue la propia institucionalidad. El CNE representa una falla de origen, que permite los abusos del poder y legitima eventos que están viciados antes de suceder.
Jamás la historia del país había asistido a una batalla electoral tan vulgarmente desigual. Son fariseos de acero inoxidable.
Van veloces a ver cómo pueden aprovecharse de la muerte de Mandela, mientras consolidan en Venezuela su propio apartheid bolivariano.
Y, sin embargo, aun con todo esto, no logran reducir a los ciudadanos. No consiguen invisibilizar la diversidad. Por el contrario. La oposición se les cuela y conquista el paraíso simbólico del poder. Barinas demostró que la lealtad no es un asunto de billete y de marketing.
Pero como el boxeador del cuento, inmediatamente después de la pelea, salen a repartir insultos. Son unos ganadores raros. Ganan pero terminan obsesionados, hablando todo el tiempo de los supuestos derrotados. Ganan pero su tema principal sigue siendo Capriles. Ganan y amenazan. Como si todavía no entendieran la democracia. Como si no supieran qué hacer con ella. Cómo vivirla. No deja de ser asombroso que un proceso electoral termine con un acto autoritario del poder, con un desprecio a la decisión de los votantes.
Sin duda alguna, resulta incomprensible que la primera medida oficial que toma Nicolás Maduro, después de los resultados del domingo pasado, sea nombrar a Ernesto Villegas en un cargo público semejante o similar al que estaba aspirando. Resulta incomprensible, además, que el propio Villegas lo haya aceptado. Es una extraña forma de escupir sobre los ciudadanos. Es una peculiar manera de comunicar, veraz y oportunamente, que la democracia y la voluntad del pueblo les importa un soberano carajo.
El país lleva años ofreciendo signos de su diversidad, de su pluralidad. Cada vez más necesitamos saber leer esas señales.
No existe un solo lenguaje, no hay un único idioma que nos nombra y nos enlaza. Empeñarse en no reconocer al otro, en no aceptarlo, es una forma de violencia, un camino hacia el desastre colectivo. Quizás sea ese un buen deseo para el duro 2014 que nos espera a la vuelta de la esquina. Un deseo desesperado. Que aprendamos a leernos. Felices fiestas y nos vemos en enero.