Ocurrió en el Farmatodo de Colinas de Bello Monte. Era aún de noche, madrugada profunda, cuando una señora, cercana a los 50 años, llegó a hacer la cola que todos los días se forma en dicha farmacia, como en tantos otros lugares del país donde se venden –exigua y penosamente- alimentos y medicinas. Delante de ella ya había cinco mujeres colocadas, en orden, frente a la santamaría cerrada del local. Estar en la calle, a las 4 am, en la ciudad más peligrosa del mundo, es poco menos que suicida. Pero toca hacerlo. No hay otra opción en este absurdo y penoso país que hoy tenemos.
Cuando ya tenía más de dos horas en la tensa vigilia, se le acercó un hombre para advertirle que delante de ella iban 50 personas. Las cinco mujeres que le precedían, precisó, les estaban guardando el puesto a las otras 45 personas restantes. Bachaqueros, de eso hablamos. Obviamente, la señora protestó airadamente. No iba a permitir que nadie se le coleara. Y menos tamaña multitud. Para algo se había parado bien temprano, arriesgando su vida y pasando frío. El hombre fue tajante. Ella también. El individuo se alejó y volvió a la media hora: “Ya la gente viene en camino”.
Se lo notificaba para que no hubiera problemas. La cólera de la dama creció. Y su determinación. No estaba dispuesta a moverse de su sitio en la cola. Era SU sitio. Y punto. La discusión alzó vuelo. Gritos, amenazas, insultos. Hasta que el sujeto terminó de ejercer el malandro que lo habita. La agarró, la sacó de la cola a la fuerza, cruzó la calle con ella casi a rastras y la lanzó hacia el río Guaire. Esto, frente a la perplejidad y el silencio, la indolencia y el miedo, de las otras personas que ya estaban en la larga fila frente a la farmacia.
La mujer rodó por un costado del cauce. Providencialmente, los matorrales frenaron su caída al agua. El corazón le bombeaba sangre como un caballo exasperado. A duras penas logró incorporarse y subir la ladera, aferrándose a ramas y piedras. Estaba golpeada, con el cuerpo lleno de raspaduras y tierra. Vio del otro lado de la calle la llegada de los 45 bachaqueros (¿o camaradas?) que llegaban a plena luz del día a colocarse en su puesto. Así, impunemente, con el argumento de la fuerza bruta. No tuvo más remedio que luchar contra sus lágrimas y devolverse a su casa con las manos vacías y la dignidad hecha pedazos.
Una vez más el país malandro había triunfado.
Leonardo Padrón
CaraotaDigital – junio 2, 2016