Incluso quienes no hemos sido tocados por la gracia de la fe, quienes ni siquiera albergamos el confort racional del agnosticismo, quienes nos importa un bledo si un gato cruza veloz bajo una escalera, y no confiamos en la capacidad del testículo izquierdo para repeler las desgracias, ni en que la alineación medida de los astros pueda influir en los acontecimientos más banales de nuestra existencia; incluso nosotros, seres desvalidos de toda creencia en el más allá y muy poca en el más acá, ante el terremoto devastador del gobierno dirigido por el presidente Maduro y la nomenclatura que lo custodia, volteamos la mirada hacia los cielos y clamamos entre dientes: !Apiádate de nosotros Señor!
Porque mire usted que hay que tener mala milk, estar irremisiblemente empavado, haber caído en desgracia con Babalú- Ayé, o que el GPS divino –desorientado– no reconozca a Venezuela entre sus direcciones registradas, para que de todos los izquierdistas trasnochados que deambulaban por Latinoamérica, nos hayan tocado como gobernantes los mas desprovistos de sentido de la responsabilidad, los más carentes de luces (así sean de combustión marxista, como el vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, que algo queda), los más intoxicados de consignas calcinadas las cuales hasta sus idolatrados prototipos cubanos han echado al basurero de su historia.
Uno repasa la mirada por el cortejo regional que le bailaba alrededor al comandante eterno y algo de cordura económica le encuentra a sus integrantes. El presidente Correa, mientras duró el maná de los precios petroleros, al menos dejó una red de infraestructuras modernas; el presidente Evo Morales ha sabido combinar su vocación de padre eterno con un manejo ortodoxo de la economía alabado hasta por el pasquín satánico y neoliberal: The Economist. Y el hoy tan enlodado expresidente Lula da Silva, logró sacar a millones de la pobreza, cuando las cuentas le salían y los negocios eran opacos. El expresidente Mujica no descalabró la economía de mercado y se limitó a legalizar la mafafa por toda herencia radical. Y los octogenarios dirigentes cubanos, reciben con los brazos abiertos los cruceros llenos de gringos y de dólares como antaño. Hay en todos ellos un mini, minimito, de sentido común.
Pero los vernáculos del socialismo del siglo XXI dilapidaron la renta petrolera –esa sí galáctica–, escindieron al país, lo deterioraron hasta niveles inimaginables, sembraron escasez y cosecharon hambre, repartieron armas y re-potenciaron la delincuencia, regalaron dinero mientras pedían prestado, un carrusel de disparates económicos y ni la más mínima, minimita, conmiseración con el pueblo que dicen defender. Todo a nombre de una quimera en la que se han coleado el tigre y el camaleón. Cada día más aislados, dentro y fuera del país, cuidándose las espaldas de la daga amiga y fabricando enemigos por doquier, han dejado pasar la oportunidad de haber marcado una diferencia, de torcer el rumbo y revindicarse con el pueblo que ahora sí los detesta. De allí el miedo a medirse sea en un Referendo Revocatorio o en las elecciones regionales que sueñan con eludir ante la paliza que se les vendría encima.
Una adicción casi telúrica por la prosopopeya los mantiene invocando magnicidios, guerras económicas, invasiones foráneas, el culto a la sangre y a la muerte. Creen que la realidad se rige por decreto mientras hunden al país junto al barco descalabrado que tripulan. El nuevo decreto de estado de excepción no tiene nada de excepcional –la vulneración de la democracia ha sido una constante desde hace 16 años– y no podrá parar la marejada de insatisfacción y rabia creciente que recorre a Venezuela. Tienen a la mano las vías democráticas y electorales para superar su propio desastre. Pero han preferido cerrarlas, asfixiarlas, para que sigamos siendo el país de excepción que ya nadie quiere ser.