Por: Sergio Dahbar
Veinte años atrás quedé impresionado con dos personajes que caminaban por el vértigo de las enfermedades terminales. Ella, Marjorie Gross (1956), canadiense y guionista de televisión, se había hecho famosa por escribir libretos del sitcom Seinfeld.
El, Sherwin Nuland (1930), cirujano, escritor y educador, graduado en Yale y conferencista de TED, escribió un libro que se convirtió en Best Seller de The New York Times, obtuvo el National Book Award y quedó finalista en los premios Pulitzer.
Gross fue un día a una consulta de rutina y se dio cuenta que muchas veces lo que escribía para la televisión pertenecía a la vida real. El doctor apareció y dijo: “Yo tenía razón, así que págame: me debes cien dólares. Tienes cáncer en los ovarios’’.
Ella se quedó fría. “Oh, no, ¿no me vas a obligar a pagar, verdad?’’. “Una apuesta es una apuesta’’, respondió el especialista. Y Marjorie, como si estuviera dentro de uno de sus guiones, llamó a una amiga y le confesó: “No sabes lo que es salir del médico sabiendo que has perdido cien dólares. Toda tu vida ha cambiado’’.
Marjorie Gross narró su relación con el cáncer en The New Yorker. Era como si Susan Sontag le susurrara que el enfermo de cáncer necesita desactivar las metáforas y los mitos que giran alrededor de la enfermedad (“infunde un terror absolutamente pasado de moda’’). Terror tan insoportable que su sola mención a veces conduce a una muerte prematura. Para Gross el humor negro era una tabla de salvación. Que estaba rota.
Al mismo tiempo leí el libro de Sherwin Nuland, Cómo nos llega la muerte (Norma y Alianza). Rara vez un médico habla de su trabajo con semejante soltura. Sus reflexiones humanizan sin mitos dolencias terribles y expresan el amor por la vida. También ofrecen perspectivas críticas sobre ciertos médicos arrogantes que enfrentan las dolencias ajenas como acertijos.
Sus dotes de divulgador quitan el aliento. En su capítulo sobre el cáncer, al describir cómo trabajan las células, ofrece una analogía sorprendente: “En la comunidad de los tejidos vivientes, la pandilla descontrolada de inadaptados que conforman el cáncer se comporta como una banda de adolescentes perpetuamente salvajes. Esas células son los delincuentes juveniles de la sociedad celular’’.
En la historia de Gross uno de los protagonistas que adquiere fuerza en el relato es su médico, quien maneja una información absolutamente llana y sarcástica sobre el problema: “Una de sus primeras recomendaciones fue que no comprara nada al por mayor’’.
Ella confiesa sentirse sexualmente más atractiva sin pelo, sus amigas la desean más ahora, además pasa menos tiempo en la ducha (tres minutos) y viaja sin preocuparse por llevar champú. De los tratamientos alternativos habla poco. Sus amigos le han regalado todo tipo de cristales y recetas, sin resultado. “Déjame decirte que crecí cenando cada noche bajo un candelabro de cristal y mira los resultados: 2 cánceres, un matrimonio fracasado, y un hermanito autista’’.
Nuland narra con una prosa vigorosa la primera vez que le vio el rostro a la muerte en un enfermo que llegó con un dolor en el pecho y se le fue de las manos en minutos. Se puso a llorar desconsoladamente.
Tanto el doctor Nuland como la paciente Gross, que veinte años atrás luchaban por defender la vida cada uno a su manera, perdieron la batalla. Ella no sobrevivió el diagnóstico y murió en 1996. Él falleció el año pasado, a en sus 83, asediado por un cáncer de próstata, en su casa, como era su deseo. Me pregunto si hubiera sido positivo que se conocieran. Pudiera ser. La vida es tan rara que uno nunca sabe. Me hubiera gustado presentarlos.