Al igual que en otros países de Latinoamérica, en Venezuela se le dice “arroz con mango” a un enredo, una mezcla o combinación de cosas que ni mezclan ni combinan. Un ejemplo de arroz con mango es el llamado “chavismo”, suerte de ideología hecha de retazos y sincretismos de diversa ralea que van desde el ultraizquierdismo maoísta, anacrónico y paranoide, pasando por las diversas formas de culto indo-afro-hispano, hasta el caudillismo militarista y fascistoide, enraizado en la cultura latinoamericana incluso antes de las guerras independentistas, en tiempos de “amitos” y “taitas” devenidos “coroneles” de una población mayoritariamente heterónoma, premeditada y prejuiciosamente “educada” para la dependencia, es decir, para negar toda posible condición de madurez, para no crecer jamás. Los niños que nunca crecen siempre necesitarán un padre, un “conductor”, un “líder”, un “César” –en este caso, mestizo–, que tome las decisiones por todos, que se haga responsable de todos “sus” niños, de sus pequeños bar-bar –sus Peter Pranes–, que les reprenda o premie, que les diga cómo, dónde y cuándo actuar o no –comer, vestirse, guarnecerse, casarse, comportarse, ponerse el “liquiliqui”–. En fin, cómo, dónde y cuándo obedecer. Porque de lo que se trata es de eso: de obedecer-le. Cómo, dónde y cuándo: no importa el qué y, mucho menos, el por qué. No hay autoconciencia porque no hay ni crecimiento ni concrecimiento. Solo la “natural” certeza sensible, el puro “conocimiento de oídas”, como lo llama Spinoza.
El “chavismo” es, pues, la última expresión –sin duda, ya patológica– de la historia del ser social venezolano. Es la insistencia –y, por cierto, nada novedosa– en querer creer que el mango, la perinola, el trompo y hasta el “liquiliqui”, son “criollos”, casi tan criollos como la “tradicional” siembra de Atamel o las colas, las cajas “Clap”, la falta de agua, las calles oscuras o los millones de huecos en las vías. Todo es tradicional, porque la historia de la humanidad –que comienza siendo divina y heroica– se inicia con el chavismo. Quizá sea por eso que el “té” –en realidad, la infusión de hierbas– sea mucho más efectivo que la medicina preventiva y social, o que el curandero “sepa” más (¡Uff!) que el científico. Y de ahí la “sugerencia” para que los profesores universitarios investiguen e impartan sus cátedras bajo el cobijo de los samanes, no en esos costosísimos laboratorios “que no sirven para nada”. ¿No hay repuestos para las motocicletas? Entonces, con la venia del finado “taita” y de su heredero universal, habrá que “tomarlos por asalto” de otra moto. Si abrieron los “cupos” para viajeros habrá que “raspar” las tarjetas. Si falta algún producto de la cesta básica –harina, aceite, arroz, papel higiénico– será necesario comprarlo barato y, luego, “bachaquearlo”. Son las “Fantasías de Juan Bimba”, como diría Áxel Capriles: los mitos que dominan y los estereotipos que confunden a un país en estado de descomposición material y espiritual, similar a la Italia de Saló. El “pranato” es la institución más sólida y efectiva de esta bancarrota que va quedando. La ignorancia, la corrupción, la descomposición, el crimen como modo de ser.
En el medio, entre “el gran Timonel” –heredero del “legado” del “taita”– y los “niños perdidos” de la Sabana, del tío Simón –ese Homero de la cultura criolla–, se ubica una satrapía que lleva adelante una “guerra” –non-sancta– y, esta vez, “no convencional”. Se trata de intoxicar al mayor número posible de habitantes del “Imperio”, mientras se enriquecen groseramente. El lumpanato, máxima expresión material del cocido ideológico del que se ufanan, se nota en sus plisadas prendas de lino y seda en rojo encendido, en sus costosos relojes, en sus lujosos vehículos y hasta en sus ridículos “liquiliquis”. No sin sarcarmo, un costoso purasangre, propiedad de uno de estos auténticos “héroes de la patria”, lleva el nombre de “social inclusión”. Un baño, y no precisamente de agua fría, para todos aquellos infantes del espíritu que salen a hacer la cola para recibir sus “cajitas felices” o comprar sus dos canillas de pan (“dos por persona”). Por cierto, según afirma Timonel, se trata de una nueva incursión “apátrida”, una nueva ofensiva “antirrevolucionaria”: es, nada menos, que la “guerra del pan”.
En Estados Unidos, al norte de California, existe un lugar privilegiado al que la ciencia y la tecnología de punta bautizaron como “Silicon Valley”, el valle de silicio, dado que, a lo largo y ancho de dicho territorio, prospera la innovación y el desarrollo de alta tecnología. En Venezuela existe una barriada costera llamada Naiguatá. En los últimos tiempos, los venezolanos la han bautizado como “El Valle de Silicón”, debido a la cantidad de prótesis mamarias que un alto funcionario público ha mandado a colocar a las “bendecidas y afortunadas” –así se autocalifican– niñas, habitantes de esa zona. He ahí la diferencia entre un valle y el otro. He ahí la diferencia entre la producción de la riqueza y la distribución de la miseria. Venezuela nunca ha sido un país rico, ni siquiera en los tiempos de su mayor bonanza petrolera, justamente porque no es lo mismo producir que dar las “gracias por los favores recibidos”. El “chinchorreo” no es, precisamente, un buen síntoma para las sociedades.
En un país que se ha ido gestando de sicarios, en el que los niños mueren en los hospitales por desnutrición y en el que un bachaquero puede llegar a ganar, en unas pocas horas, lo que un profesor universitario puede, con mucha dificultad, ganar en un mes, se ha terminado por instalar un nuevo modo de ser. El país que en algún momento pudo llegar a alcanzar la civilidad –ese que durante cuarenta años cultivó la democracia como un sagrado bien y prometía dar un salto cosmopolita– se ha desvanecido por completo, para dar lugar a un “hombre nuevo”, tan atávico, tan de retazos de colcha, tan de la inmediatez que para poder justificar sus fracasos continuos expía sus culpas en iguanas eléctricas, en guerras económicas o de panes –que Timonel confunde con otra cosa–, en los maleficios que “el imperialismo” le “montó” a “la patria buena y grande” del Taita, del cual, por cierto, está prohibido hablar mal, según el último “trucu-decreto”. Ojalá y los sectores que –a pesar de la inmensa diáspora– aún se oponen mayoritariamente a este régimen logren comprender la necesidad de salir de este laberinto de minotauros.