Gladys Gutiérrez, Presidenta del TSJ y chavista a pie juntillas como sus jueces pares, afirma recién y en presencia de Nicolás Maduro, cabeza del Poder Ejecutivo, que “la supremacía (suya) le autoriza a revisar los actos de todos los poderes”. El ucase emocionado de éste no se hace esperar.
¡Y es que el sentido de dicha colusión es atajar al titular del órgano representante de la soberanía popular, Henry Ramos Allup! La Asamblea y el mismo Maduro son órganos de elección popular directa y el resto de los poderes goza de soberanía derivada, según éste, a quien aquéllos no invitan al acto inaugural del Año Judicial.
Lo cierto es que los diputados opositores de mayoría hoy revisan la inconstitucional designación de los magistrados del Supremo Tribunal, designados por la última Asamblea Nacional que dirige el Teniente Diosdado Cabello, en sus postrimerías. Y la Gutiérrez, previo acuerdo con Maduro, sugiere que a los suyos no los tocan ni con el pétalo de una rosa.
Pero dejemos a un lado, por cierto, la inconstitucional aprobación, por anticipada y por enervar la lógica jurídica constitucional, del decreto de Emergencia Económica dictado por el Presidente y que la hace el TSJ antes de que lo repruebe el parlamento y aborte su judicialización. No hurguemos tampoco en lo elemental, pues el Supremo ejerce su supremacía para el control de los actos de los poderes públicos, es verdad, pero en tanto y en cuanto lo haga conforme a la misma Constitución y las leyes, no con fraude u obviando lo no controlable constitucionalmente, es decir, los “actos políticos privativos” del parlamento.
El asunto de fondo y preocupante, pues desborda lo formal, es que después de las elecciones del 6D y conocida la voluntad soberana determinante del pueblo venezolano, emerge en Venezuela una crisis cabal de constitucionalidad. No se trata de una crisis constitucional o de un mero choque entre poderes que amerite ser resuelto imparcial y constitucionalmente; si acaso fuere eso el TSJ, imparcial, que no lo que es, por ser un ministerio de escribanos al servicio del gobierno y de la revolución. En 17 años ningún ciudadano le ha ganado un pleito al Estado.
Lo vertebral y de apreciar es que la mayoría del país, hoy representada en la Asamblea y en sus diputados opositores electos, reza en el catecismo de la democracia, decantado por décadas y constante en la Carta Democrática Interamericana. Cree en el voto, en el Estado de Derecho, en la separación de los poderes, y en la primacía de la persona humana por sobre el Estado y como base de la interpretación constitucional.
Empero, quienes aún permanecen como titulares del resto de los poderes, profesan la “doctrina constitucional bolivariana”, forjada en los anaqueles de una parte de la escolástica medieval relativa al “origen divino del poder regio” y es fuente del despotismo y del “César democrático”, que amamantan los positivistas de la dictadura gomera.
El Libertador prosterna desde Cartagena la sujeción del gobernante al parlamento (1812); prédica desde Angostura (1819) el senado vitalicio y hereditario formado por las armas y no por los hombres de levita; y al término, con su creación boliviana del presidente vitalicio (1826) defiende su potestad para escoger a dedo a su sucesor, en la persona de su vicepresidente (Maduro dixit).
Como puede verse, el asunto no es estético o iconográfico. La cuestión es raizal.
Al escribir mi Revisión Crítica de la Constitución Bolivariana (1999), Roberto Viciano Pastor, profesor que desde Valencia, España, forma y prohíja a los líderes de Podemos y evalúa el proyecto constitucional chavista (a pedido de Isaías Rodríguez), dice acerca de mi texto que prioriza “valores desde la que, desde luego, no es espejo fiel la nueva Constitución”, a saber los del Estado liberal de Derecho o del Estado social y democrático de Derecho.
En el mismo orden, al apenas entrar en vigencia, el magistrado supremo J.M. Delgado Ocanto, advierte que la Constitución ha de interpretarse a la luz y conforme a su teoría política subyacente, es decir, como lo confirma luego el actual magistrado F. Vegas Torrealba, la defensa y el sostenimiento del chavismo y su Socialismo del siglo XXI.
Hay, por lo visto, una crisis de constitucionalidad. Dos narrativas constitucionales antagonizan y se excluyen. La democrática que pide medios legítimos para los fines legítimos y sirve a los derechos de la persona humana, y la despótica – al mejor estilo marxista y/o fascista – que sirve al gobernante y a cuyo tenor el fin justifica los medios.
Habiendo renunciado Fernando VII, la soberanía es reivindicada por el pueblo, dicen nuestros Padres fundadores, los del 19 de abril de 1810 y del 21 de diciembre de 1811.
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