Cuando a María Eugenia, en su primer día de clases en la Escuela de Comunicación Social, le preguntaron qué opinaba de la libertad de expresión, su primera reacción fue fruncir el ceño. ¿Podría poner en peligro su futuro como estudiante universitario si respondía lo que en realidad pensaba? A sus dieciocho años recién cumplidos, no se sentía tan poderosa como para enfrentar una tragedia de esa magnitud. Optó pues por balbucear un lugar común: “la libertad es necesaria para el desarrollo de los pueblos”. Es decir, dijo lo menos comprometedor que pudo encontrar en su repertorio de frases hechas. Así, en su primer día en el recinto universitario, María Eugenia, pasó agachada.
Cuando muchos años después – siendo ya un Comunicador Social en ejercicio y con unos cuantos años de experiencia a cuestas – María Eugenia escuchó al presidente de la república vociferar en contra de los medios y recordó su primer día de clases en la universidad, evocó aquel día en que pasó agachada. – El profesor ha debido reprobarme ese día, porque no hay peor pecado para un comunicador que hacerse la vista gorda o decir sólo lo que le permita salvarse de recriminaciones de poderosos.
Tuvieron que pasar muchos años para que María Eugenia entendiera la trascendencia de la libertad de expresión. Tuvo que trabajar mucho para finalmente comprender que en la mayor parte de las oportunidades, cuando los gobernantes ciegos por el poder vituperan y abusan de su condición, terminan constriñendo el escenario, so trilladísima excusa de ‘hay que poner orden’. Nada tan útil como un nutrido inventario de excusas y justificaciones para los desmanes y atropellos. El paso de las amenazas a las acciones es sólo una cuestión de provocaciones y antojos.
Muchos suelen hablar de la libertad de prensa como de un valor irreductible, que están dispuestos a defender a capa y espada, … siempre y cuando la prensa diga lo que gusta a sus sentidos, lo que sus paladares perciben como gustoso. Algunos desean que los periodistas, articulistas, columnistas y analistas sean sus traductores, una suerte de fantoches, de muñecos de buena pluma, de buena voz, de buena pinta, que existen para
denostar de sus adversarios y adularlos en sus acciones. Cuando eso no sucede, ah, entonces, ese señor o señora recibe toda suerte de ataques, que impepinablemente incluyen acusaciones de violar la “objetividad inherente a todo comunicador”.
Luego de ya unos cuantos años en el oficio de comunicar, y con unas cuantas canas y arrugas abordo de este cuerpo menudo y esta cabeza rizada, esos ataques me resultan insípidos, por decir lo menos. Me resbalan por la pendiente de la indiferencia. La señora libertad de prensa es un derecho irrenunciable. Es hija predilecta de la señora libertad de expresión y nieta de la señora libertad de pensamiento. Tres generaciones de Libertad, tres señoras que no pasan agachadas. Y cualquiera que piense que una sociedad puede progresar sin libertad, debe de una vez por todas mudarse a un presidio, pues no es sino un prisionero de sus propias simplezas y limitaciones intelectuales. Al resto, quienes no nos sentimos dueños de la verdad, quienes no creemos que exista una única y universal verdad, quienes nos negamos a convertirnos en eunucos sociales, cualquier barrera nos sabe a involución, a más de lo mismo, a retraso cultural, a sociedad de cangrejos que caminan para atrás.
Hay muchas cosas que escucho o leo o veo que no son de mi agrado, pero estoy dispuesta a hacer todo lo que esté a mi alcance para que siempre haya espacio para ellas. Se trata de Libertad, la abuela, la madre, la nieta, sin apellidos ni cortapisas. Y soy tan liberal, amigo lector, tan y tan liberal, que hasta creo que tiene que haber un espacio para todos, incluso para algunos gobernantes que con demasiada frecuencia son tan arrogantes, que suelen perder la oportunidad de quedarse callados.