Hartado el pueblo venezolano de la podredumbre que le significa el
narco-régimen de Nicolás Maduro, sin regreso mientras permanezca en el poder y sin beneficio – como lo sugiere la ONU – de diálogo: que no sea para organizar una despedida con menos violencia, ha fijado dos símbolos que dicen mucho y a profundidad. Los recordará nuestra historia, una vez como se escriba sobre este agonal momento que tiene como hito la efeméride reciente del 19 de abril de 1810.
Primero, los jóvenes – en mega marcha que supera al millón de almas – se sumergen en el Río Guaire y sus aguas servidas. Escapan de sus represores y a las balas de los paramilitares – “colectivos armados” – que los apoyan. En ellas prefieren bañarse pues la fetidez es menor que la excretada por los represores. Luego, levantan aquéllos para su memoria y la de las generaciones por venir el Muro de la Vergüenza. En el fijan las fotos de quienes, comenzando con Maduro, atrincherados en el poder para la ejecución de verdaderos crímenes de lesa humanidad, señalan como sus responsables. No le arredran las amenazas de 2015 y 2017: “Prepárense para un tiempo de masacre y muerte si fracasa la revolución”, “hay que garantizar un fusil … para cada miliciano”.
En la represión intencional, generalizada y sistemática del pueblo por la narco-dictadura no media un propósito ideológico: el Socialismo del siglo XXI, que tampoco la justifica. No reprime ésta para salvar al país de algún peligro mayor que tampoco la explicaría o acaso, a la manera del nazismo – tocado por una dislocación mesiánica – porque fuese necesaria para el bienestar nacional. Delinquen Maduro y los suyos, antes bien, para lo más vil y profano.
Realizan asesinatos, practican secuestros, torturan a sus presos, hacer morir de mengua a la gente, todos a uno como sicarios del narcotráfico y el terrorismo que, todos a uno, comparten como única razón de sus presencias en la política. Y al país que no le es funcional lo declaran civilmente muerto, siendo la mayoría.
Se trata, cabe decirlo sin ambages, de una réplica al calco de la serie sobre Pablo Escobar – El Patrón del mal – que esta vez tiene a otros actores de reparto: A Maduro y sus familiares, en espera de ser condenados por tráfico de drogas; a Tareck El Aissami y el general Reverol como el teniente Cabello, ejes visibles del negocio de la muerte y perseguidos por la DEA; el comisario Bernal y el señalado Cabello, regidores del narco-paramilitarismo popular; los magistrados Maikel Moreno y Gladys Gutiérrez como la inefable juez Susana Barreiros, purificadores de los crímenes de Estado; el Defensor del Pueblo Tareck William Saab y quienes le anteceden, German Mundaraín y Gabriela Ramírez, sordos ante los asesinatos y heridos que manchan, antier, a Hugo Chávez e Isaías Rodríguez durante la Masacre de Miraflores, ayer al general Rodríguez Torres por la Masacre del Día de la Juventud y, esta vez, a todos los señalados por la represión en curso.
No exagero. La línea roja ha sido traspasada por los que están y los que faltan en el Muro de la Vergüenza.
En buena hora y como una campanada que ha de impedir errores en el camino hacia el desenlace, la Asamblea Legislativa de El Salvador, país donde gobierna el Frente Farabundo Martí, ha ordenado a sus directivos adherir a la denuncia que contra la mafia criminal de represores y de militares que oprimen a la población venezolana y violan sus derechos a la vida, a la libertad e integridad personal, ha sido presentada ante la Corte Penal Internacional, registrada con las siglas OTP-CR-201/16 y suscrita por CASLA.
Antes, a propósito del 11 de abril de 2002, con sus 20 muertos y 100 heridos a cuestas, y de febrero de 2014, con sus 41 muertos por protestar y sus centenares de heridos como miles de encarcelados que ahora se repiten, similares denuncias se consignan ante La Haya. La penúltima ha sido suscrita por una pléyade de parlamentarios latinoamericanos.
Son acciones que intiman y comprometen a los demócratas venezolanos, pues si no hay verdad mal puede alcanzarse la reconciliación; si toma espacio la impunidad huye la Justicia y no restañarán las heridas causadas por la narco-dictadura; y sin memoria – como la del Muro de la Vergüenza – los atentados a la dignidad humana volverán a repetirse, una vez calmadas las aguas.
La disyuntiva de la comunidad internacional, incluido el Estado Vaticano e incluidos nuestros propios liderazgos, es elemental. En Venezuela no media una crisis política e institucional por obra de narrativas distintas acerca de una vida democrática deficiente, menos una polaridad entre banderías irreconciliables, sino el secuestro de toda una nación y su Estado por los cárteles de la droga y otros agentes del narco-terrorismo y el fundamentalismo islámico; a menos que prefieran hacerse cómplices por omisión y tolerar los crímenes de éstos, que claman al cielo.
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