Por: Ibsen Martínez
Eric Hobsbawm, notable historiador británico, falleció el primero de octubre pasado. Con seguridad, no ha debido ser el único marxista del mundo que murió en esa fecha, pero, tal como lo señala la nota necrológica del semanario The Economist, se trata quizá del último marxista interesante.
Durante un tiempo me dediqué a coleccionar marxistas. Fue por la época en que me convencí de que, entre las peores calamidades que han asolado el planeta se cuentan las utopías sociales, responsables de más de un dantesco holocausto. Me intriga y fascina de los utopistas su obstinación en pensar contra los hechos. Hobsbawm es un caso superlativo de esa tozudez: sus libros, lúcidos y eruditos, en especial los tomos dedicados a lo que llamó “ el siglo diecinueve largo” ( “La era de la revolución”, “La era del capital” y “La era del Imperio”), o aquellos en que se ocupa de la historia del movimiento obrero europeo, le granjearon un público muy vasto, mas allá del estrecho mundo académico o de los cìrculos intelectuales izquierdistas. Pero esa lucidez expositiva, tan propia del gran historicismo narrativo británico, no le permitió hacer un juicio ético del fracaso de los comunismos del siglo XX.
En ocasión de cumplir noventa años, el titular de un diario inglés le concedió la rara distinción de ser “el últmo comunista viviente”. En efecto, la tragedia humana que entrañó el totalitarismo soviético y su catastrófico desplome en 1992, no logró hacer flaquear en Hobsbawm su convicción de que el sistema capitalista, con sus rampantes desigualdades y su codicia funcional, inevitable e irresisitiblemente lleva en sí la semilla de su propia destrucción y será superado por algo mejor.
Que los esfuerzos por construir una sociedad más justa e igualitaria hayan desembocado en pesadillas colectivistas y totalitarias, como el bloque soviético, Cuba y Corea del Norte, no estremecieron jamás las convicciones “finalistas” de Hobsbawm.
Se ha dicho de él que fue un romántico cuyos textos, últimamente, destilaban un empalagosa “nostalgía estalinista”. A diferencia de otros marxistas de uña en el rabo, como el alemán T. W. Adorno, quien odiaba dogmáticamente el jazz, Hobsbawm llegó a desdoblarse en crítico musical aficionado y firmar con seudónimo brillantes reseñas de discografía o espectáculos jazzísticos. Le extasiaba el cariz demótico y subversivo que los intelectuales de izquierda suelen adjudicarle a ciertas formas musicales de la modernidad . Los escolásticos marxistas tienen un raro don para teñir de ideología las cuestiones menos susceptibles de generar asociaciones de tipo político. Cuando la cantante Billie Hollliday murió, por ejemplo, Hobsbawm escribió que le resultaba imposible escuchar la voz de la Holliday sin odiar al mundo que hizo de ella una desdichada mujer de color.
Más arriba dejé escrito “nostalgia estalinista” sin detenerme a señalar que se trata de una propensión muy inglesa. Uno de los momentos más característicos de la vida intelectual en Gran Bretaña , durante los años treinta del siglo pasado, llevó a muchos intelectuales a ser “lacayos del Komintern”, como llegó a decir de sí mismo el novelista J.B. Priestley. Buena parte de esos brillantes niños consentidos de Oxford y Cambridge provenían de circulos aristocráticos; algunos se hicieron espías y obraron como agentes dobles al servicio de la URSS hasta bien entrados los años de la Guerra Fría. Esa tolerancia de los intelectuales ingleses de entre guerras ante el comunismo nutrió lo mejor de la obra de John Le Carré, desde “El espía que regresó del frío” hasta “La gente de Smiley”.
Ni siquiera en los más duros momentos de 1956, con la invasión soviètica a Hungría o las revelacionesque Nikita Khruschev hiciera de los crímenes estalinistas, las rodillas del historiador se doblaron.
A fines del siglo pasado, Hobsbawm dejó, sin embargo, de esperar una verdadera revolución en Occidente. Característicamente, pensaba que los sucesos del mayo francés, en 1968, no fueron más que una algarada de niños malcriados de clase media parisina. De América Latina esperaba aún menos. Fue como si se resignara a lo mismo que Marx y Engels llegaron a resignarse: a no entrar nunca en la Tierra Prometida; a imaginarla en un tiempo muy posterior al de sus vidas.
Borges afirma en uno de sus relatos que una emoción colectiva “puede no ser innoble”: Hobsbawm bien pudo acordar en ello con el ironista argentino. Hacia el final de su vida, llegó a afirmar en una entrevista que , apartando el sexo, no había para él nada más físicamente intenso que “participar en una manifestacion de masas en momentos de gran exaltación pública”.
Seguirá siendo leído con fervor dentro de muchos años.
Ibsen Martínez está en @ibsenM