Llama la atención que ciertas ideas se vendan tan fáciles cuando lo que proponen han resultado un fracaso para la historia de la humanidad. Uno de los extremos sin duda es Mi lucha, el libro de Adolf Hitler, que aún vende copias entre jóvenes con la cabeza rapada y el odio a flor de piel.
Pero no es el único caso. Dos años atrás la prestigiosa editorial inglesa Penguin, que hoy forma parte del grupo alemán Bertelsmann, festejó los ochenta años de su notable colección de bolsillo, creada por Allen Cane, y lanzó 80 títulos de 64 paginas a 80 peniques cada uno. El Manifiesto comunista, escrito por Marx y Engels en 1848, vendió 1700 copias en una semana. Nadie lo esperaba.
Cuando necesito apelar a un ejemplo para mostrar lo opuestos que estaban las vidas de ciertos creadores de las ideas que produjeron, recuerdo la pegajosa primera línea que convirtió en leyenda el Manifiesto comunista: “Un fantasma recorre Europa. El fantasma del comunismo’’. Se trata del mito fundacional que ha hecho posible a Podemos en España y al chavismo bolivariano en América Latina.
Todo empezó en 1847 y fue conjurado por un grupo de artesanos exilados de Alemania que se encontraban en Londres. Se hacían llamar la Liga de los Justos. Necesitaban un texto que fundara un poder político. Ya tenía la ideología, que era el comunismo. Y los redactores escogidos fueron dos personajes que vivían en Bruselas: Marx y Engels.
Se demoraron meses en entregar el Manifiesto Comunista, uno de los textos esenciales -junto a El Capital– del marxismo. Allí establecieron que en toda sociedad se desarrolla una lucha de clases entre oprimidos y opresores. Ese texto hace un llamado a romper las cadenas que atan a los oprimidos. Por eso deben unirse todos los trabajadores del planeta.
El texto no pasó de cuarenta páginas. Pero su vocación era incendiaria. No hubo idioma al que no fuera traducido. Ni millones de ejemplares que no repartieran en todos los rincones del planeta.
Siempre me ha llamado la atención quiénes eran Marx y Engels en ese momento. Ya habían escrito dos libros juntos, La ideología alemana y La sagrada familia, donde destrozaron el capitalismo. Sin embargo, Engels era un burgués que poseía una sociedad textil en Manchester, con la que financió a su compañero de escritura. Le gustaba la caza del zorro y las mujeres proletarias.
Marx era un intelectual que se convirtió en un emblema de la clase obrera. Pero nadie nunca lo vio en la calle junto a los desposeídos del mundo. Lejos de las confrontaciones callejeras, de las armas y de los oficios manuales, lo suyo era escribir. Y en esa época su literatura era una condena a la pobreza. Eso fue lo que conocieron su esposa, sus siete hijos y una criada con la que tuvo uno de sus hijos.
Tan paradójica fue la vida de Marx que cierta vez Oriana Fallaci, consultada por un presentador de televisión sobre qué personaje de la historia le hubiera gustado entrevistar, respondió que al autor de El Capital.
Le hubiera gustado preguntarle sobre cómo trataba a su esposa. Y sobre cómo le aplicaba a ella su tratado de la plusvalía. Según la periodista italiana, la trataba como un señor feudal a sus esclavos. Hubiera sido divertido ver ese match entre la polemista que entrevistó a la historia y el barbudo desfachatado.
En el mito fundacional de una ideología que aparenta preocupación por el que más necesita, respira una grieta insalvable. Sus redactores eran unos farsantes. Predicadores que buscaban el bien universal pero abusaban de los suyos. Como son hoy farsantes quienes hablan del dolor del prójimo y acumulan propiedades mal habidas, producto del saqueo nacional. Puras joyitas.