Por: Carlos Raúl Hernández
Cada vez que alguno de los estadistas máximos medita en alta voz acerca de la realidad política, la opinión pública más calificada se crispa entre la carcajada y la ingesta febril de omeprazoloides. La mayoría popular no se entera de las reflexiones, ocupada de descubrir y hacer cola en los abastos donde habrá trompadas para agarrar leche o harina de maíz precocida. No se crea que lo de la suprema felicidad es una teja rodada en la cabeza del gobierno, de tenerla, sino la única hilacha de idea que puede extraerse de los yacimientos de donde surgen tales joyas. Da urticaria oír un tal coronel Arcay que desempolvan como especie de guía, demasiado arcaico hasta para Joaquín Crespo. Que en el círculo del poder escuchen tales disparates y floripondios, ayuda a explicar todo. Uno de sus discípulos, el estadista que dirige el Parlamento, razona que si una empresa deja de producir, porque no hay materias primas, ni insumos, ni repuestos, ni divisas, los trabajadores deben robársela, no se sabe para qué, ya que seguirá improductiva.
Así mataron 60% de las empresas privadas que había al llegar la revolución, y las del gobierno están todas quebradas en Guayana y el resto del país. Jefe civil gomero, el otro estadista de lujo, amenaza con “meter preso” a quien diga algo que no le gusta y ya tiene calabozos “puliditos”. Pero en el centro del escenario, la madre de todas las misiones, el viceministerio de la suprema felicidad. Deben haberse inspirado en La ciudad del sol, de Diodoro de Sicilia en el siglo I a.C. Según él, en épocas remotas, antes que llegaran “el oro y el mármol” (¿el neoliberalismo?), la gente era feliz. El clima era templado todo el año, nadie conocía ni el frío ni el calor y la vida duraba exactamente 150 años, edad a la que cambiaban los gobernantes, como gusta a los estadistas bolivarianos.
La serpiente del Furrial
Tampoco se trabajaba mucho, o el autor no le da importancia siquiera para relatarlo. Cualquier mujer estaba a disposición de quien quisiera acostarse con ella, y sin preocupaciones, porque los niños los criaba el gobierno. En la misma onda de las misiones, Séneca escribe que “el techo de paja albergó hombres libres” y sobre el piso pelado “… qué blando sueño les daba la tierra dura”. Seguro se bañaban con totuma. Luego vino “el capitalismo” a corromperlos. Diecinueve siglos más tarde Rousseau dice exactamente lo mismo de la civilización malsana y de los salvajes buenos y solidarios en “estado de naturaleza”. La versión recuerda al furrialeño que en la canícula de las 3 de la tarde, ve bajar lentamente una mapanare por las cabuyeras de la hamaca, y le pregunta a su mujer, con desgano “… Epa María… ¿qué será bueno pa’ la picada de culebra?”.
Dos mil años de utopías culminaron en la más perfecta de todas, el marxismo, y tanto va el cántaro que gran parte de la humanidad se entregó al comunismo para disfrutar por fin el paraíso de igualdad que los filósofos habían prometido. Aunque en lenguaje moderno, el socialismo marxista es casi exactamente igual a las utopías anteriores y no existe en eso diferencia alguna entre Diodoro, Platón, Moro y Marx. Y el comunismo, resultado práctico de esas bellezas ansiadas, de ese mundo donde todos serían en la mañana poetas, en la tarde cazadores y en la noche amantes, produjo la más espantosa pesadilla conocida, como cuenta Vasili Grossman en su monumental novela Vida y destino (1959) equivalente de La guerra y la paz en nuestros días. Y es la secuencia en la que dos viejos camaradas, uno de la primera generación de bolcheviques fundadores y el segundo más joven, uno antaño maestro y protector del otro, se encuentran por azar en el mísero hospital de un campo de concentración soviético, ambos acusados de “trotskystas”.
Lenin el neoliberal
El viejo comunista moría de infección, y entre apestosas sábanas llenas de sangre, heces y pus secos, pedía perdón a su pupilo por haberlo introducido en el infierno revolucionario. Pero el joven le respondió como lo hizo siempre el mismo Trotsky: “… no fue la revolución. Fueron Stalin y sus bandidos que traicionaron los ideales, la burocracia que secuestró la revolución”. Tal vez en esa frase esté el secreto de por qué años después que el comunismo se convirtió en la letrina moral del siglo XX, por estas latitudes surge con casaca bolivariana y temibles agravantes. La putrefacción del comunismo fue resultante de qué modelo tenía podrido el corazón, aunque sus protagonistas no lo supieran. Un sistema que pretende sustituir con el gobierno la producción de riqueza, anula la creatividad humana, castra la sociedad y la conduce fatalmente al necrosamiento. Luego acusará a las víctimas de ser responsables del desastre y las reprimirá para impedir la disidencia.
La perversidad intelectual de la actual revolución es mayor, porque arruinar a la gente es su objetivo, no el resultado de un monstruoso error intelectual. Lenin al final dio pasos para descomunizar e introducir la economía de mercado en la producción agrícola con la Nueva Política Económica, cuando “lo mató la muerte”. Al contrario, la hegemonía de Stalin en los 30s viene a depauperar y envilecer, y fusila millones de campesinos ricos, kulaks. En eso abrevan Fidel Castro, Giordani y el Galáctico: quebrar la producción social, no para distribuir “entre todos” las fuentes de riqueza y sus frutos, sino para fabricar pobres que saciaran su hambre de manos del gobierno, e imponer una dictadura total. Pero el plan además de siniestro, resulta demasiado difícil.