Por: Jean Maninat
No pareciera que las elecciones presidenciales en México puedan deparar sorpresa alguna. Si acaso, conocer qué nueva trapisonda se echarán en cara el PAN/PRD y el PRI, en su letal carrera hacia la mutua destrucción, y así dejar al eventual gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) sin una oposición con credibilidad suficiente para servirle de contrapeso real. El insólito espectáculo de la guerra sucia -sin cuartel- entre sus candidatos: Ricardo Anaya y José Antonio Meade, ambos a la zaga telescópica en las encuestas, preludia una dura travesía en el desierto para las organizaciones que los apoyan, las que hasta hace nada decidían la política mexicana.
Como era de esperarse, a medida que la candidatura de AMLO se ha consolidado, los diversos factores de poder han iniciado el proceso de entendimiento que -de rigor- se abre cuando lo inevitable toca a la puerta. El poderosísimo sector empresarial, luego de oponerse con vehemencia -como si de un partido político se tratase- a su candidatura, ha terminado por sentarse a platicar con la esperanza de que en realidad se trate de una oveja disfrazada de lobo. Como suele suceder, salieron “relativamente satisfechos” de la reunión pues cada quien expuso “con el debido respeto” su posición. Es decir, López Obrador, no les sacó la madre como temían.
¿Podrá AMLO desarrollar el proyecto populista que todo indica lleva en la mochila? ¿Tendrá la sociedad mexicana las reservas -políticas y culturales- suficientes para resistirse a cualquier eventual intento de refundación nacionalista a ultranza de la República? Son las únicas interrogantes que en este momento tienen sentido, salvo preguntarse si la Selección Mexicana seguirá dándonos alegrías en el Mundial de Rusia.
Como en el fútbol, cualquier cosa es posible, tal como aseguran quienes saben del deporte. Más aún con la ayuda ejemplar del vecino del norte, empecinado en destruir la cercanía lograda en años de recelosa relación, y con sus escombros construir un muro definitivo para separar las dos naciones. El nacionalismo es un máuser cargado de pasado, sobre todo en un país que, como México, ha construido su identidad nacional alrededor de sus mitos y la gesta heroica de sus propulsores. Basta con acercarse de nuevo a sus murales.
Hay razones para alarmarse, no hay líder populista insurgente que logre pasar el screening de los medios de comunicación al recordarle su entusiasmo previo por el chavismo. A cada negación, seguirá el video donde se le ve emocionado dedicarle un pedazo de su corazón al comandante eterno. Sin embargo, eso no parece detener el ascenso de AMLO -ni el que tuvo Petro en Colombia- quizás porque la gente piense que nadie en sus cabales intentaría reproducir la locura desatada en Venezuela.
El país de la cultura más rica del continente americano, en el que han convivido Hernán Cortés y la Malinche, Benito Juárez y Antonio López de Santa Anna, Porfirio Díaz y Francisco Madero, Francisco Villa y John Reed, León Trotsky y Ramón Mercader, Diego Rivera y Frida Kahlo, Juan Rulfo y Cantinflas, los monitos de Chanoc y el Fondo de Cultura Económica, Luis Buñuel y el Indio Fernández, Octavio Paz y el Chavo, el Mariachi Vargas y Café Tacuba, la Guadalupe y la Santa Muerte… está a punto de entrar voluntariamente en un túnel del cual no sabemos cómo saldrá.
México, aparta de mí este cáliz.
@jeanmaninat