Por: Sergio Dahbar
El cine, que se encarga de crear tantos mitos en la pantalla, también los produce afuera, mientras filman las imágenes hemorragias de personas que se dedican a cuidar miles de detalles. Lo he recordado en estos días mientras veía Habemus Papa, de Nanni Moretti. Parte de sus imágenes recrea un Vaticano de humo.
William Faulkner fue testigo de esta ensoñación que en muchos casos adquiere realidad por obra y gracia de carpinteros osados. No fue el primero. Tampoco el último. Dejó testimonio en el texto, incluido en “Mi experiencia en Hollywood’’, de su fugaz paso por la meca del cine, Hollywood. El autor de El sonido y la furia estuvo en la nómina del estudio MGM en los años treinta y cuarenta.
Hacia 1932 sorpresivamente Faulkner recibió una carta de su agente artístico en Hollywood, con un cheque adosado, que correspondía a la primera semana de trabajo. Le llamó la atención que no le hubieran enviado un contrato. Pensó que quizás se habría traspapelado, y que llegaría más tarde.
Nada de eso ocurrió. La semana siguiente recibió otra carta, con otro cheque semanal. Esta curiosa rutina comenzó en noviembre de 1932 y se extendió hasta mayo de 1933. Entonces sucedió algo inesperado. Llegó un telegrama del estudio MGM, dirigido a William Faulkner, Oxford, Mississippi. Le preguntaban que dónde se encontraba.
Este sureño cínico respondió que se encontraba en su casa, a dónde le habían enviado el telegrama. Entonces lo llamaron por teléfono y le exigieron que se trasladara en el primer avión a New Orleans, para que entrara en contacto con el director de cine Tod Browning, que ya había dirigido Drácula y la no menos asombrosa Freaks.
Al llegar buscó el hotel donde se alojaba el señor Browning, quien celebró su aparición finalmente y le pidió que descansara porque había que levantarse temprano la mañana siguiente.
Faulkner quería conocer la historia que iban a desarrollar. Browning le sugirió que buscara en una de las habitaciones al guionista, que conocía bien el argumento.
El guionista no deseaba conversar a esas horas y respondió: “Cuando haya usted escrito el diálogo, le hablaré del argumento’’. Faulkner decidió que era importante dormir y descansar. Quizás no era tan importante en ese momento saberlo todo, así que se metió en su habitación.
Al día siguiente lo esperaban en recepción para conducirlo a una lancha muy elegante. Todos, menos el guionista, se dirigieron a Grand Isle, a cien millas de la costa, donde rodarían la película. Llegaron con el tiempo para almorzar y regresar a tierra firme.
Así transcurrieron tres semanas. A veces Faulkner se acordaba del argumento y le preguntaba a Tod Browning qué noticias tenía. El realizador respondía más o menos lo mismo: “Deje de preocuparse. Usted descanse que mañana tenemos que levantarnos temprano’’.
Una de esas noches en que regresaban agotados de no hacer nada en Grand Isle, Faulkner llegó al hotel y recibió una llamada. Era Browning: le pedía que se acercara a su habitación. Allí le enseño un telegrama: “Faulkner queda despedido. MGM, Studio’’.
Browning le quitó importancia. “No se preocupe. Ahora mismo llamó al estudio y obligo que lo reenganchen’’. En ese instante el botones trajo otro telegrama. “Browning queda despedido. MGM, Studio’’.
En ese momento Faulkner se dio cuenta que ya no había nada que hacer. Lo único que quedó en pie de ese proyecto fue el pueblo que construyeron en Grand Isle.
Unos palafitos se extendían desde la costa hacia el mar. Era curioso porque al abrir cualquier puerta, uno corría el peligro de caerse al agua. Hubieran podido adquirir una población de verdad por la mitad del presupuesto, pero prefirieron construir uno de mentira.
Aunque la película nunca se filmó, el lugar se transformó en diversión para pescadores cajuns. Fueron llegando día tras día, con mujeres, hijos y abuelas, todos soportando sol en una canoas que eran unos troncos huecos.
Con el tiempo se transformó en un acontecimiento que nadie podía perderse. Era el pueblo que habían construido los blancos venidos de lejos, de una manera un tanto extravagante, que no servía para nada y que finalmente habían dejado abandonado. Quizás este sea uno de los tantos sinónimos del cine.