A la manera de Cesar Di Candia
Tomé la decisión de dejarles una nota para que no los sorprendan los cambios que van a encontrar en el apartamento. Es lo mínimo que puedo hacer. La última vez robaron cuando salimos a marchar. Sí, aquella mañana del 1S, el día de la Toma de Caracas. Hacía tiempo que no arrastrábamos tanta gente. Fue un triunfo popular y una tragedia personal. Esa jornada perdimos las joyas de la abuela. Mi esposa todavía no lo perdona.
Hay que reconocer que tienen estilo. Otros colegas usan gatos hidráulicos o explosivos quirúrgicos. Tienen la mano delicada del orfebre. Son profesionales. Quien iba a pensar que traerían la llave maestra de la multilock. Un toque de distinción.
Hoy salimos a marchar (sí, otra vez) para presionar al CNE. Por eso tomé la iniciativa de escribirles. Para que entiendan el estado de las cosas. Es una morada diferente de la que alguna vez fue. Ha perdido prestancia. Diría que es un reflejo de lo que alguna vez fuimos.
Como el país. Y como las ambiciones de modernidad de sus ciudadanos. Estábamos a tirito de parecernos a Harvard, pero el autobús nos dejó en esta esquina irresponsable de la historia. Cuando dejamos de viajar al exterior y renovar el carro y buscar el repuesto para la licuadora que se rompió y nos resignamos a hacer colas tras colas, algo se rompió en nosotros. Sin darnos cuenta el país mutó y nos quedamos adentro encerrados.
Una primera advertencia: No se les vaya a ocurrir perder tiempo buscando dólares en las gavetas del closet. Ni joyas. No hay. Es inútil. Los últimos 200 que le compré a una alemana –se empeñó en llevarle un cuatro a su mamá- los vendí la semana pasada para comprar mantequilla francesa y kokochas de bacalao. Fue uno de esos caprichos tercos con los que intento distraer el Tsunami que nos condena.
Otra cosa: al mencionar los alimentos me acordé. Ojalá hayan comido en la casa que robaron antes. Me sentiría muy mal si ustedes se presentan en casa con hambre. La nevera tenía desde hace tiempo un problema con la goma que sella la puerta. Nevera vieja al fin, comenzó a gotear y un día dejó de funcionar.
Esto es gracioso. Durante algún tiempo intenté conseguir a la gente del servicio técnico certificado. Para no caer en manos de piratas. Llamaba a los teléfonos que aparecían en internet. Uno tras otro. Me atendían diferentes personas, pero siempre me decían lo mismo: ese señor se fue del país.
Un día me cansé y comencé a preservar los alimentos como me contaba mi abuela que los resguardaban en Europa, en los años de la guerra: cerca de la ventana, donde cruza el aire fresco. En salmuera, disecado, fermentado… Claro, nada que se pudra demasiado rápido en este clima.
Ese día me di cuenta que uno es esclavo de las posesiones. Por ejemplo, de las neveras. Si las tienes en tu casa, las quieres llenar de comida todo el tiempo. Y esa danza por conseguir cosas que no se encuentran resulta agotadora y aburrida. Sin nevera, uno vive más libre, más al día. Hay que ver como se le simplifica la vida al que no tiene.
Televisores, equipos de sonido, portátiles, no hay. Negativo el procedimiento. Se dañaron y no hubo manera de arreglarlos. Todo fue a parar a un gigantesco cementerio de equipos desahuciados que administra la gente de Daka. Forma parte de un acuerdo que firmaron los no alineados con el eterno de Zimbabwe. Iba a ser un programa para estimular la transferencia de tecnología.
Puedo entender perfectamente el momento que ustedes están pasando. No los envidio. Dejó de ser rentable vivir de lo ilícito. Dígame los que pirateaban libros y los vendían en la autopista. Esa pobre gente se arruinó. Quien imprime con el precio del papel por las nubes. No es fácil.