I. Como ocurrió en Chile, Uruguay y Argentina cuando las dictaduras militares de las décadas de los años setenta y ochenta del siglo XX, y en nuestro propio país cuando la perezjimenista, cada vez más venezolanos han tenido que optar por el exilio para no ir a la cárcel o exponerse a cualquier tipo de escarnio o agresión ejecutado directamente por los voceros oficialistas desde las pantallas de VTV, el canal estatal secuestrado por el PSUV, por los colectivos chavofascistas a su servicio o por los cuerpos de seguridad del Estado.
No estoy hablando de la diáspora a secas. La formada por los, se supone, casi 2 millones de connacionales autoexpatriados a distintos lugares del planeta buscando mejores condiciones de vida. O simplemente huyendo de la delincuencia y el crimen desbocado.
Hablo de un exilio específicamente político. Aún no cuantificado. De venezolanos que tienen o han tenido que dejar el país por la persecución oficial. Los hay notorios, como los dirigentes políticos Manuel Rosales, ya de retorno. O como Carlos Vecchio, quien se escapó de las garras de la cúpula madurista. Aún afuera. Pero también los hay silenciosos. La mayoría. Con muchos de ellos me he encontrado por estos días de periplo forzado en ciudades de Colombia y España.
II. Los menos notorios son diversos. Hay muchos que formaron parte de empresas del Estado como Corpoelec y han tenido que huir porque fueron acusados de sabotear el sistema eléctrico. Chivos expiatorios de la incapacidad gerencial roja. Una mañana cualquiera, tras el pitazo de algún amigo, hicieron sus maletas al azar y se marcharon sin mirar atrás.
También hay militares acusados de conspirar. Otros que pagan la culpa de haber formado parte del comando que trasladó al caudillo ya muerto a su fugaz prisión en La Orchila. Hay directivos de medios demandados por Diosdado Cabello. Activistas de ONG que alguna vez formaron parte de comisiones convocadas por el gobierno, como la Comisión para el Desarme, y como se lo tomaron en serio se volvieron incómodos para los oficialistas. Hasta que un día un jerarca rojo les hace llegar un mensaje intimidante –algo así como “calladita te ves más bonita”– y la persona lo entiende. Se marcha de inmediato. Sin maletas. Dejando su casa tal como estaba cuando salió por la mañana.
III. En Madrid tuve la oportunidad de conversar con una mujer que se ha dedicado a estudiar, hacer seguimiento y denunciar las torturas oficiales. Los torturados y los torturadores. Me contó cómo tuvo que irse del país luego de un largo acoso conducido directamente por el entonces ministro de la Defensa de apellido Rodríguez Torres. Si se quedaba en el país, aun siendo civil, ya hubiese sido procesada. Como se estila ahora en Venezuela, por un tribunal militar.
Sus relatos sobre los niveles de tortura y la frecuencia con que son practicadas por los órganos de seguridad venezolanos son perturbadores. Y tristes. Muy tristes. Desoladores. Hay que tener mucha fortaleza interior para encontrarse con las víctimas y escuchar sus confesiones. Se trata de un guion –cuenta la exiliada defensora de derechos humanos– que se ejecuta al pie de la letra. Los interrogatorios son más o menos siempre los mismos. Las vejaciones también. Varían de grado. Van desde los niveles meramente psicológicos hasta las agresiones sexuales depravadas.
La suya es una noble misión. Su registro será fundamental en el futuro cuando se escriba la historia de estos tiempos.
IV. La prensa madrileña del sábado 17 de junio recogió con grandes titulares una constatación: “Venezuela lidera por primera vez las demandas de asilo en España”. El País y El Mundo reseñaron que en el año 2016 el gobierno español recibió 15.755 solicitudes de venezolanos pidiendo asilo.
El número de nuestras solicitudes está por encima del de países en guerra. De cada 100 demandantes de asilo en España 25 son venezolanos; 19 de Siria; 16 de Ucrania; 5 de Argelia; 4 de Colombia; 3 de El Salvador, y 28 de otros países. La variación de solicitudes de asilo de origen venezolano ha sido de 564% anual. La de sirios se ha reducido.
Las cifras hablan solas. No hay totalitarismo sin exiliados. Sin torturados. Sin presos políticos. Sin dolor. Sin sufrimiento. Sin humillación.