Por: José Rafael Herrera
El término virtud fue elevado a condición ontológica por Aristóteles. Se trata, según el gran pensador de la Antigüedad clásica, de la capacidad de dirigir racionalmente las pasiones hacía el bien. Más tarde, durante el Renacimiento, Maquiavelo la transformó en el centro especulativo de su comprensión de la vida política y social, y, en esta labor, lo siguieron Spinoza y Vico, respectivamente. No es por casualidad que hayan sido filósofos pertenecientes a la tradición de origen greco-latina quienes se ocupasen de dicho término con el mayor interés. Y es que la misma Roma, la “ciudad eterna”, es el resultado concreto de la virtud.
En efecto, Roma es un vocablo proveniente del Griego pώμη, que significa fuerza, vigor, valor. Definición que, en español, corresponde, precisamente, a la tercera acepción de la voz “virtud” en el Diccionario de la Real Academia Española. Los latinos la relacionaban con “vis”, es decir, “virilidad”. Y, de hecho, el vigor fue la característica primordial de los primeros habitantes del Lacio. Así, los romanos, al ser todos “viriles”, es decir, hombres varones, se vieron en la necesidad de secuestrar a las Sábinas para poder dar continuidad a su viril linaje, aunque, después de todo, conviene pensar en la posibilidad de que hayan sido las sabinas las auténticamente “vigorosas”, en medio de aquel difícil trance fundacional. Pero, y en todo caso, la herencia griega del término es indudable: Roma es vocablo griego, y significa fuerza, voluntad, arrojo. Que hayan sido los latinos quienes aunaron al término lo de “viril”, hace que la comprensión maquiavélica de la Virtúsea digna de elogio, pues, como se sabe, la virtud y su conciencia configuran nada menos que el surgimiento del mundo occidental.
Fue así como la virtud, invocada por Maquiavelo, logró engendrarse y vivir plenamente en la cultura moderna. El hacer es su lugar de encuentro en y para sí mismo. Es la formación cultural comprendida como la producción de la vida autoconsciente, la actividad, el trabajo, el ingenio, la creación diversa. Diversidad como fuerza vital que tipifica a la cultura occidental, su energeia, su praxis. En ella –en la diversidad– la voluntad libre de los hombres re-crea de continuo el primer principio aristotélico: la causa de sí misma y de todo. Virtud es, pues, espíritu, historia en hacimiento. Lo primero que se requiere para que haya historia es que existan, dice Marx, “individuos humanos vivos”, que posean libre voluntad. Y es esto, por cierto, lo que diferencia a los hombres del resto de la naturaleza. Pero, por eso mismo, la virtud es intelligere –inteligencia– que surge desde el mito al logos hasta el saber, porque se trata del ser en movimiento, del ser que crece y con-crece. Desde la antigüedad, pensar es producir buena, bella y verdaderamente. De ahí que la virtud sea el sobreponerse a las condiciones objetivas –materiales y espirituales–, superándolas y conservándolas. La virtud es el mapa, el programa –la fehaciente Guía Michelín– por medio del cual logran salir de sus crisis las naciones. Ella es el reconocimiento de la producción –el trabajo– como unidad en la diversidad. Unidad de lo uno y lo múltiple que, en sí misma, es productiva: la consciencia reflexiva de la moralidad constitutiva de la ética y de la ética como posibilitadora de la moralidad. Que el Himno venezolano advierta que la ley deba respetar “la virtud” y “el honor” no es solo un deseo, un “deber ser”, ni, mucho menos, una estrofa vacía, solo apta para la rima. Es una necesidad impostergable y, sobre todo, vigente. Y tal vez sea propicia la sugerencia para los miembros del Tribunal Supremo, porque la ley no está por encima de la virtud. Ella es, en todo caso, su reflejo especular.
Hallar en la mediocridad virtud es, en consecuencia, una contradicción en los términos. Si lo que hace grande a los pueblos reside en el desarrollo de su virtud, lo que los hunde en la oscuridad del abismo es consecuencia directa del haber propiciado, por años, la mediocridad como modo de ser. Lo mediocre, como la peste, lo circunda todo: la burocracia, los servicios públicos, la seguridad social y personal, la salud, la educación, el trabajo, la cultura, el deporte, etc. Si, como dice Hannah Arendt, la sociedad de los controles estimuló la condición banal del mal, del mismo modo, la sociedad del resentimiento y la “hojarasca” ha estimulado la transmutación de la mediocridad en virtud: “Ser rico es malo, ser pobre es mejor”; “si alguien no tiene para comer tiene que robar”; “el trabajo es una deshonra, una maldición”; “las universidades no tienen por qué tener tantos equipos sofisticados, basta con recibir clases bajo la sombra de un frondoso mango”. Frases, todas, sacadas de la antología “patriótica”. La mediocridad es la corrupción del espíritu de una sociedad.
Cuenta Laureano Vallenilla cómo Boves y su ejército de forajidos tomaban grandes fincas para “expropiarlas”. Después de la “gesta heroica” venían las desmesuradas celebraciones por el triunfo “revolucionario”. Ahora la finca era del “pueblo soberano”. A los pocos meses ya no había nada. El ganado se lo habían comido o se había muerto de mengua, los sembradíos habían sido abandonados, la producción sustituida por “ocio productivo”, envueltos en “profundas disquisiciones” sobre la utopía dentro del catre o del chinchorro, por supuesto, bajo el cobijo del mango. Pero ¡ni siquiera los mangos crecen solos! Para convencer a esos mismos “revolucionarios” y “patriotas” de luchar por la Independencia, Páez les ofreció –aunque un poco más organizadamente– lo mismo que Boves. Solo que, después de la guerra, el país había quedado en ruinas y era necesario hacerlo productivo. La solución fue otorgarles “bonos de la deuda”, con el compromiso formal del Estado de cumplir sus promesas una vez mejorara la situación. Pero las mejoras nunca llegaron. La conclusión de Vallenilla es que, a partir de ese momento, se hizo más robusto, más sustancial, el resentimiento social en Venezuela.
De aquellas aguas vienen estos lodos: la “promesa” de una total igualdad “por debajo”, finalmente, se cumplió. Lo máximo con el mínimo esfuerzo. La gran “bacanal” mientras haya “ganado y yuca” o, mejor dicho, petróleo. Ya después se verá: “Dios proveerá”. La mediocridad hecha la gran expresión de la virtud. Educarse, formarse, ser mejor y más responsable, adquirir autonomía y saber, son cosas de gente engreída, inútiles guindajos de “patiquín”, cosas incompatibles con el “igualismo” propio del “pueblo”. Eso de “con el sudor de tu frente” no es para los “avispados”. Las consecuencias constituyen el des-orden y la des-conexión de este patético “aquí y ahora”. Auténtico “estado de naturaleza”, que solo sirve para una cosa: para salir de él lo más pronto posible.