“…Lo uno y lo otro, lo otro y lo uno…”
W. Shakespeare, La Tempestad
El temor es un modo del Espíritu, una condición del tiempo que transita y determina –desde la esperanza– la realidad. Después de todo, en cualquier historia pueden encontrarse una isla remota, un naufragio y una coincidencia. Artificios, comprendidos, sensu stricto, como arte y ficción. Dos momentos que conforman un elemento esencial, que se conjugan en la creación de la objetividad. No es un caso que la expresión ‘felicidad’ signifique, cabalmente, “para nosotros”. Por eso mismo, abstraerse de uno de esos momentos termina en la mera representación de lo real que deviene mascarada. Y sin embargo, toda ficción es una fictio, una posibilidad de realidad, siempre que el arte –la actiomentis– coincida, se adecúe, con la materia objetiva. La mascarada –obra de Ben Jonson– no es sólo una mera representación, un espectáculo, una vistosa, colorida y alegre puesta en escena, una mera forma sin contenido. Es, esencialmente, una mueca, y puede llegar a ser una trampa que abriga, desde sus entrañas, el temor.
Según los especialistas en la obra de Shakespeare, La Tempestad no es una comedia premeditada o sostenida. Más bien, es, como el pensamiento mismo, un acto de conciente imprecisión, dirigido contra los Lazzi (viejas “gracias”, acrobacias verbales, comodines sin luz) y los Generici (esqueletos de personajes, fantoches o simples fantasmas de monigotes arañeros, carentes de libre voluntad). Es, tal vez, “el texto más perfecto” del gran dramaturgo universal. Intentio obliqua de la intentio obliqua de toda tempestad, en la que el autor invoca la fuerza literaria de la poiesis, del in-genio de una época, de la creación –a un tiempo– intelectual y moral que resulta necesaria para ser que parezca verdad aquello que de otro modo sería considerado como una fábula, como algo fabuloso.
Se comprende por qué La Tempestad fuese una de las obras predilectas de Karl Marx, dado que en ella se puede apreciar, no sin nitidez, el jouer du masque característico del Eirón que sustenta todo discurso dialéctico. Porque la verdad es temeraria y no pocas veces carece de sutilezas. Como dice Shakespeare: “A la verdad le faltan delicadeza y oportunidad”, “Hurga en la herida, a la que no acepta poner vendas”.
Que “el final del Estado olvide su principio” es una lección cuya vigencia para el presente pretende ser ocultada, bajo la mascarada de un régimen que, desde hace mucho tiempo, ha decretado su propia bancarrota. Y mientras la mascarada va in crescendo y mostrando las fatuas alegrías de su compás, el embaucamiento se pone en evidencia. Detrás de la aparente tempestad surge, nítida, la real tormenta, hasta que la fictio transmuta en cruenta realidad de verdad.
Lo uno y lo otro deviene lo otro y lo uno. El discurso de los “héroes patrios” se ha vaciado de todo contenido y, finalmente, se ha hecho letra muerta. Las máscaras se han caído ante la fuerza del vendaval. Ya no hay bailecitos con Cilia y ya no cuentan las amenazas de los gorilas. El miedo se ha vuelto coraje y la coerción ya es más que un síntoma de la ausencia de consenso. La trama se descose con el pasar de los días, de las horas, de los minutos. La mascarada se ha hecho real y la tempestad muestra ser la obra de Ariel, ese Espíritu que trasciende la magia inscrita en “el libro” de Próspero. Y Calibán –¡ay!– yace al fondo, cargado de espanto, en un rincón, infectado de sus cobardes deformaciones ancestrales.
La venganza se ha vengado de sí misma y comienza a adquirir los sobrios rasgos de la Justicia. Nada es “natural” en todo esto. El rencor de la mirada cede ante las voces que claman Libertad. Nada ha sido “dado” o “donado”. Más bien, todo manifiesta ser conquista, la necesaria consecuencia de lo creado y producido –la poiesis–, de “factura humana”, como dice Vico. “Para nosotros” –la felicidad como tal– es labor del in-genio, del saber, de la creación como resultado: Verum et factum convertun tur reciprocatur.
Como en la obra de Shakespeare, todo parece invertirse. El espejo de la tempestad se ha hecho tempestad real. La ficción se vuelve realidad y la realidad ficción. El discurso se les ha devuelto, mientras, paso a paso, centenares de miles de personas lo van plenando de concreciones. Ironía de ironías: una lluvia de huevos ha puesto en evidencia que aquellos que en su momento tuvieron la oportunidad de enderezar las cosas y que, al final, fingieron estar creando toda una tempestad, han quedado al descubierto. La mascarada ha concluido. El resto es historia por construir.