Por: Elías Pino Iturrieta
El vínculo actual de los mandatarios regionales con las jurisdicciones que administran es un hecho reciente y relativamente establecido, si se recuerdan los períodos en los cuales fue una decisión del gobierno central. Desde la fundación de la república, los cargos fundamentales en las provincias que después se denominaron estados fueron una dependencia de la cúpula reinante en la capital, sin que las colectividades sobre las cuales ejercían dominio tomaran parte en un asunto que les concernía de cerca. Conviene recordar esta anomalía, contraria a los principios de participación divulgados en el discurso político desde el siglo XIX, debido a que la proximidad de la elección de gobernadores puede ser una oportunidad para ver cómo hilamos en la breve madeja del nexo entre electores y elegidos que no ha pasado de ser un fenómeno excepcional.
Durante las guerras de Independencia el control de las regiones dependió de la suerte de las batallas, para que el manejo de las comarcas sirviera el designio de deshacerse de los enemigos. Lo mismo sucedió en el tiempo de la Guerra Federal, porque la atmósfera no estaba para ensayos de cohabitación pacífica ni para colocar personas de levita y corbatín en las casas de gobierno. En los plazos pacíficos que siguieron se miró hacia burócratas leales y, si posible, eficientes, siempre que dependieran de las exigencias de sucesivos personalismos. No tuvimos entonces administradores cabales de las regiones, sino representantes de Páez, de los Monagas, de Guzmán y Crespo, una realidad que no reflejaba solamente la potencia de la fuente de la cual manaba el poder, sino también la necesidad de colocar individuos de una confianza sin fisuras en el archipiélago del país incomunicado y levantisco.
La situación llega a extremos escandalosos con Gómez, quien no aplana la topografía con gobernadores dignos de respeto por su apego a la legalidad, sino con un desfile de procónsules que lo representan a título personal como señores de horca y cuchillo. Funcionarios obedientes, capataces de uniforme o vestidos a la moda, pioneros en los negocios del país petrolero y en el trabajo de abarrotar las cárceles, representan el clímax de un centralismo descarnado en el cual apenas habitaban con comodidad los súbditos de las parcelas más obsecuentes, o los más atentos al llamado de la corrupción. Sin llegar a extremos tan groseros, fue el sistema que predominó durante los mandatos del posgomecismo para que los adecos del octubrismo lo criticaran sin animarse a despacharlo.
Pese a sus alharacas sobre el gobierno del pueblo, los revolucionarios de 1945 se opusieron a la elección de gobernadores. La impidieron en la Constituyente con su bosque de manos alzadas, para que Pérez Jiménez continuara la tradición sin remendar las regulaciones. ¿Por qué proponer el tema después de 1958, cuando pocas voces se animaron a sugerirlo? ¿Por qué tentar al demonio de las sorpresas? Debemos esperar hasta 1984 para que el asunto se ventile y concrete. La Comisión Presidencial para la Reforma del Estado, alarmada por el declive del sistema democrático, encuentra una posibilidad de reanimación a través de la elección de los gobernadores. La primera sucede en 1989 e inicia un procedimiento insólito, si calculamos el tiempo durante el cual se mantuvo en hibernación. Pero no significó del todo una valoración de las necesidades de los estados, ni una selección vinculada de veras con los anhelos de los electores, debido a que el centralismo no dejó de estorbarlas; especialmente a partir de la llegada del chavismo, cuando las ansias de dominio de un hombre fuerte y ambicioso prefirieron el retorno de la manera gomecista de dominar el territorio con procónsules maquillados.
El tema necesita mayor profundidad. Ahora solo se ha hecho un viaje apresurado, con el objeto de llamar la atención sobre la trascendencia que pueden tener las elecciones regionales que ya vienen. No solo nos invitan a salir de los mandarines dependientes del dictador, sino también a desarrollar un protagonismo de las regiones que apenas se ha perfilado y sin el cual no puede existir una república cabal. Si cada estado ve por sus intereses desde su estatura para relacionarlos con el destino de la sociedad, los espacios históricamente desestimados pueden ofrecer aportes inimaginables para una mudanza de la vida. Sería útil que los candidatos de la oposición se pasearan por una alternativa tan importante.