Por: Carlos Raúl Hernández
La llamada Ley Habilitante nace como el Anticristo en una viscosa placenta de crimen: saqueo, usurpación, chantaje, atropello a la inmunidad parlamentaria, -con lo que reducen la Asamblea a un corral-, veto a opositores en televisión, amenazas a medios impresos, despido de periodistas, quiebra inducida de comercios. El chacal lanza dentelladas, enciende al lumpen y remacha su enemistad con la gente de trabajo. Las revoluciones del siglo XX y XXI son por definición sucesos hamponiles disfrazados detrás de una retórica social. Razón tuvo Betancourt en hablar de hampa política y hampa común. Se proponen objetivos criminales: arrebatar la propiedad y la libertad, manejar las vidas, imponer dictaduras, liquidar la civilización, basada en esos valores. Por eso las constituciones y leyes revolucionarias son anticonstituciones, antileyes, actos de barbarie para negar derechos, o declaraciones vacías.
La teoría revolucionaria es fárrago para derrocar el Estado de Derecho y poner a los ciudadanos de rodillas ante el gobierno, con la retórica de “especuladores”, expropiaciones, “burguesía”, “democracia verdadera”, “justicia social”. Unas revoluciones fueron sangrientas, unas menos, otras más. Guevara chapoteaba lodazales de sangre y no hubo saqueos dirigidos porque desde el inicio desapareció lo privado y toda propiedad pasó a manos de Fidel Castro, quien según Forbes, tiene en cuentas personales las reservas en divisas. La “moral revolucionaria” es la amoralidad máxima, porque las acciones humanas se juzgan en referencia a “los intereses de la revolución”, la voluntad de una claque malhechora y su caudillo. Otras son sórdidas, socarronas, como la sandinista. Y la bolivariana, en la que el rasgo dominante es la voracidad de la corrupción, que aún se percibe porque sobrevive la conciencia de 40 años de democracia y levemente las fronteras de lo público y lo privado.
Buenandros
La autocracia plebiscitaria del Siglo XXI es socarrona (“somos demasiado malandros” dicen en carcajadas cuando se reúnen). El gobierno más corrupto de la historia latinoamericana siembra rencores. El dueño de un abasto, una fábrica, una tienda, son especuladores, los políticos, sinvergüenzas (un aporte de la antipolítica); los profesionales, elitescos, y esparcen racismo contra los “blancos”. Así la señora jubilada que arrienda una habitación en Catia, es enemiga de clase del “caballero de orden” que vive en ella. El Galáctico y sus ministros, y ahora los fámulos que gobiernan, no tienen idea de cómo enfrentar el delito, la inflación, o cualquier otra cosa, más bien apoyan a los buenandros, y tejieron una alianza con ellos. Nunca hubo ningún propósito de proteger a la gente honorable y no importa que la sangre manche el asfalto. No es aleatorio que delincuentes en moto imperen, o que el narco Marulanda tenga un bronce.
Era legítimo que un “condenado de la tierra” -como los llamaba el filósofo y siquiatra Frantz Fanon en su brillante retórica lombrosiana-, matara un niño inocente en las calles. Cuestionaba la noción de delito porque el oprimido, para liberarse síquicamente, para “hacerse humano” debía matar un opresor. Según la antisiquiatría no había ninguna razón para readaptar los sicópatas a un mundo que más bien debía destruirse, y el loco tenía más la razón que los “normales” alienados y pasivos al sistema. Terroristas árabes, irlandeses y serbios usaron al hampa para volar restaurantes. El primer comunista alemán, el sastre Wilhelm Weitling, quería organizar un ejército de “valientes e inteligentes” criminales y proclamaba que la revolución “debía soltar a los delincuentes y las furias del infierno en la tierra” para hacer lo que quisieran con “la burguesía”.
Anomia máxima
Otro líder alemán, Karl Heinzen, decía que el asesinato estaba plenamente justificado en la política. Lógico si la violencia es partera de la Historia. Bakunin repudiaba a los moderados y creía que los únicos revolucionarios sinceros, sin fraseología, sin vanidad, era los delincuentes, enemigos par exellence del Estado. Lenin quería una alianza “campesinos, obreros y soldados” y Bakunin añadía “obreros, campesinos y delincuentes”. Los Panteras Negras y el Ejército Simbionés -recordado por la película de Paul Schrader sobre el secuestro de Patty Hearst – contrataban asesinos y drogadictos. Para Marcuse la clase obrera se había integrado, vendido al sistema, y la revolución tenía que apelar al lumpen, los marginados, las minorías violentas. Según Fanon, un marginado, un delincuente, incluso un demente, eran mucho más revolucionarios que un pequeño burgués, al colocarse “objetivamente contra la sociedad capitalista”.
Miles de horas de escatologías ideológicas, vaciedades y resentimientos por televisión en Venezuela, “la hora del odio” orwelliana, dejaron una guerra civil de baja intensidad con 200 mil víctimas jóvenes de los sectores populares. En quince años de discursos tóxicos, autoriza destruir “al enemigo”. Entre los derrelictos teóricos marxistoides, el criminal no es responsable de lo que hace sino “víctima de la sociedad”, y si se le ve bien, héroe. La perversidad del pensamiento revolucionario carece de límites. No hay nada que extrañar. La revolución bolivariana, la anomia máxima, necesita su Ley Habilitante para corromperse por decreto.