Se dice en las Escrituras que “conocimiento implica dolor”, porque mientras más se sabe más se sufre. Es bien conocido el papel preponderante del Pathos en la teoría platónica del conocimiento. Hegel, pensador de la libre voluntad como resultado de la historia, retoma las pulsaciones del mundo clásico antiguo cuando sostiene que “las cosas vivas tienen, respecto de las no vivas, el privilegio del dolor”. De ahí proviene el hecho de que el saber implique responsabilidad. La condición adulta del saber es propia del compromiso de todo ciudadano libre. El saber se identifica con la libertad. Pero la libertad es el resultado de una ardua y dolorosa conquista, que implica la necesidad de asumir un alto grado de responsabilidad, el estar consciente y en plena posesión de la necesaria madurez que ciertos hombres maduros nunca llegan a alcanzar, a consecuencia de su palmaria ignorancia.
Por eso mismo, la sustitución del saber por la sola imaginación –las meras representaciones– es sinónimo de osadía pueril, de volubilidad y maleabilidad, pero, sobre todo, de servil heteronomía. Son esos los infantes de los sargentones cuarteleros, dispuestos a obedecer sin razón alguna, a no ser la exclusiva “razón” que dan los billetes devaluados y manchados de sangre; son los sabihondos sin estudio ni formación, repetidores de frases hechas sin causa ni fundamento; o los que disparan a discreción proyectiles mortales, con macabra frialdad, con absoluta indiferencia; son los que llegan a creer que “el pueblo” está plenamente representado en sus cuatro o cinco compinches del barrio, esos mal-andros (hombres de mal) que siguen alegremente sus fechorías. La ignorancia es cándida, ‘feliz’, precisamente porque no sabe. Poner el destino del país en manos de los muy alegres, los muy ajenos al dolor del prójimo, candidatos ‘seleccionados’ por el régimen para “deliberar” –¡oh, vergüenza!– en ese trasto del lumpanato, en ese “coro de vicios”, al que pomposamente se han dado la tarea de llamar “asamblea nacional constituyente”, produce, más que preocupación, un profundo dolor, una profunda y triste indignación.
Una mamarrachada no puede ser fundamento para la refundación de un Estado. Un país que el pasado domingo 16 de Julio, y mediante un histórico plebiscito, tomó la soberana determinación de ingresar al siglo XXI, no merece semejante bufonada. Si es verdad que “se saca el pasajero por la maleta”, bastará con soportar alguna de las insufribles cadenas matutinas –que inician con una pomposa e hipócrita frase dedicada al “derecho a la información veraz”– para darse cuenta de la estrecha relación de conocimiento y dolor: un fulano “Car’e Mango” –ponga el lector el apodo de su preferencia– propone su candidatura para recomponer la economía del país. Su “logos” consiste en que lleguen completas al barrio las trescientas bolsas “clap” que les envían y no las ciento cincuenta que les llegan. Nel mezzo del camin, como diría el Dante, misteriosamente se desaparece la mitad de la carga. Pero “la constituyente” resolverá el problema, gracias a las gestiones anti-robo de bolsas de alimentos que “Car’e Mango”, diligentemente, se encargará de realizar. Y es muy probable que por sus arduas gestiones termine recibiendo el premio Nobel de Economía.
Además de “Car’e Mango”o de “Car’e Tabla”, hay otros candidatos, de similar tenor y valía, que proponen decretar el cese de la inflación que, de modo continuo, vienen provocando los dueños de los abastos –¡esos grandes burgueses vinculados a las transnacionales imperialistas!–, con el fin de destruir el aparato productivo, el comercio y la banca. El régimen se lava las manos. No fueron ellos quienes destruyeron la economía del país, como tampoco fueron los responsables de la más escalofriante y aterradora corrupción que haya tenido el país en toda su historia. ¡No, señor!: fueron los tenderos, los panaderos, los fruteros, los ferreteros, los farmacéuticos, etc., quienes, junto con “el Pelucón”, y en macabro plan terrorista, crearan esa “sensación de crisis” inflacionaria que, por supuesto, no existe. Porque la hay, pero, en realidad, no la hay. Y de haberla, ¿cuál es el problema?: la constituyente lo resolverá todo. Resolverá desde los problemas del robo de los cables del “ferro”, la aprobación del “sueldo único” para todo el mundo, la desaparición de esa chocante meritocracia y de la autonomía universitaria, la dotación de medicamentos para los hospitales, la repartición de lo que queda de propiedad, la recolección de la basura en todas las ciudades y pueblos, hasta las colas para el pan, el transporte público, el golpismo mediático, la falta de alumbrado, la escasez, los cráteres en calles y aceras, el olor a orine. O sea, todo, hasta el infinito y más allá. Eso sí: no se tocará “ni un milímetro” la Constitución del ’99. Sólo se eliminarán algunas partes y se “profundizará” en otras, con el fin de “mejorarla”, según las recientes declaraciones hechas por su principal promotor.
Se dice que la Constitución del ’99 fue un traje hecho a la medida, es decir, fue diseñada “a la medida de Chávez”. Pues bien, la eventual Constitución que salga de este dramma giocoso constituyente, que se le pretende imponer a la sociedad a punta de barbarie, y en el supuesto caso de que se llegase a efectuar, tendría el corte de un pantagruélico liquiliqui en tonos de rojo sanguinolento y de verde militar, como la última expresión, el último “grito de la moda”, del gobierno del lumpen boliburgués. Pero, con él, también tendrá lugar el último episodio de la última satrapía de la historia nacional.
Ninguna constitución está pensada para la resolución de problemas puntuales o circunstanciales, a menos que la ignominia del grosero populismo haya recubierto por completo, con su colcha de retazos, la inteligencia de su pueblo. Una Constitución funda un Estado, no un circo. La unidad en la diversidad de una república, la conservación y sostenimiento de una nación, su defensa y perfectibilidad, su riqueza y desarrollo integral, son asuntos que tienen estrecha relación con la realidad efectiva de las cosas, con la wirklichkeit, no con la realidad inmediata, con la realität. Poner cables nuevos, tapar huecos, combatir la criminalidad, suministrar medicamentos, es decir, cumplir con las labores habituales que hace años el régimen dejó de cumplir, es una obligación de quienes administran los poderes públicos. Pero eso nada tiene que ver con los fundamentos y las estructuras sobre las cuales se sustenta el Estado. Un fraude, como se ha dicho, se pretende urdir. Y es muy difícil que un pueblo en consciente rebeldía permita la instauración de una lumpencracia. Sólo el laborioso camino del dolor puede garantizar, al final, el contento del espíritu del pueblo.