Por: Sergio Dahbar
En estos días agitados, en que el Festival de la Lectura en la Plaza Altamira, organizado por Cultura Chacao, ha traído a la ciudad la alegría de encontrar amigos y disfrutar las conversaciones entre escritores, he recordado a un librero de raza que reapareció por Caracas como un fantasma de otra época, Arturo Garbizu.
Como si aquel librero catalán que le llenó la cabeza de ideas curiosas a los habitantes de Macondo revisitara el paraíso del que alguna vez huyó para regresar a tierras españolas, Arturo Garbizu volvió a ser feliz entre nosotros.
Dejó grandes amigos en Venezuela, pero muchos ciudadanos no reconocen en su impronta adusta, y por momentos desorientada, a uno de los grandes libreros de Caracas de los años setenta, cuando Sábana Grande era una fiesta que no se apagaba nunca.
Los fuegos artificiales de la insurgencia guerrillera tenían un eco singular en la bohemia de sus cafés y restaurantes, de sus librerías y terrazas, que contenían en sus vientres la inminencia de la revolución y el hombre nuevo que venía a cambiar la faz de América Latina. En esa época todo estaba por ocurrir y era más interesante. Siempre la promesa es más grata que la realidad.
La gente luchaba y sufría, leía sus autores entrañables, recuperaba amistades perdidas, discutía por horas, y en algún momento del día se hacía cargo del trabajo político o de sus propias rutinas laborales.
Uno, junto a Cruz del Sur y Suma conformaban un triángulo ineludible de librerías bien dotadas de libros y de libreros, atravesadas por referencias culturales que atraían a la bohemia nacional e internacional como un imán.
Eran librerías, pero tambien algo más: tertulias por donde pasaban escritores y artistas, lectores consumados, paseantes curiosos, y siempre se llevaban un libro o una anécdota.
Todo lo que ocurría en la zona era atractivo. En el mapa de las calles que se alzan al norte del río Guaire, la gente se enamoraba rabiosamente y recitaba textos de poetas malditos, colgaba carne cruda en una galería de arte, pasaba de las acciones insurgentes a las meramente delictivas en cuestión de segundos, bebía alcohol como cosaco y buscaba el origen de todas las cosas en la madrugada, en una marcha peligrosa pero ciertamente ritual que siempre avanzaba hacia el amanecer y concluía en una cama ajena, que ofrecía afecto y horas menguadas de sueño.
Su regreso a Caracas puso cierta distancia con España, donde Garbizu no siempre se sentía a gusto. “Es una sociedad estamental: aquí en un momentito conoces al que hay que conocer, en España yo ingenuo de mí al llegar a Barcelona decía: “¿Dónde hacen tertulia los escritores?” Y nadie me podía contestar esa pregunta, ¿Ves? Al final descubrí que se reúnen una vez al mes en un restorán en un reservado, no vaya ser que alguien escuche de lo que están hablando, ¿Ves?’’.
Lo entrevisté para la revista El Librero, como quien encuentra una figura emblemática de un oficio y una relación con los libros. Le pregunté por el futuro de los libros.
“Lo veo incierto. Por lo menos en el sentido de las librerías como nosotros las entendemos y las queremos. En este momento curiosamente veo que se abren nuevas librerías, cosa que me llama la atención por el valor que supone eso. Ahora, también sucede que reviso esas librerías, ojeo esas estanterías y veo que en realidad pues casi no son librerías. En el sentido en que están tan limitadas, la oferta de las cosas es tan restringida…’’
Lo más interesante me lo dijo al final. “¿Sabes un problema que tengo ya en lo personal con las librerías ahora? Que yo entro a una librería y me siento como eunuco en burdel’’.
De alguna forma, aunque podía resumar cierta melancolía por otras épocas, sentí que era feliz otra vez en Caracas. Como esos libros que reencontramos y que al abrirlos son capaces de evocar la vida entera.