Enrique Krause describe a Donald Trump como un hombre peligroso, destinado a ser dictador: “Ha reivindicado la figura de Mussolini, … y yo creo que se le parece por su sentido histriónico, por el contacto directo con el pueblo, por su capacidad de comunicación –no sólo televisión y radio, sino Twitter– y sobre todo por su discurso violento, visceral, emotivo con pleno de afirmaciones de identidad blanca americana y por otro lado de teorías de la conspiración con respecto al exterior”, afirma. Y para diferenciarlo de los demás presidentes norteamericanos esgrime lo central y lo ve más fascista que populista: “No solo Lincoln, incluso Reagan –podían criticársele sus políticas–, pero los presidentes republicanos y demócratas se movieron siempre dentro de una franja donde la institucionalidad prevalecía y con un liderazgo siempre acotado por… ¡los valores republicanos y demócratas!”.
En vísperas de cristalizar la victoria del magnate, ajusta Krause que, gane o no las elecciones, su campaña ha puesto en entredicho y pisoteado, con su lenguaje, la transparencia del voto y hasta las bases de la misma democracia norteamericana, a saber, “la convivencia cívica, el respeto elemental hacia el otro y lo otro”, es su apreciación.
Sin mengua de lo anterior, creo que lo ocurrido tiene de novedad su acaecimiento en el seno de la nación más poderosa del mundo. Pone en evidencia que el carácter envolvente y actual de los liderazgos desenfadados, con gula de masas, dicen algo más que el ser una mera desviación o defecto de países cultural y democráticamente inmaduros.
Extraña, por ende, que cuando desde Venezuela, Ecuador, Nicaragua, o España, sus reservas democráticas reaccionan frente al daño que les procura el neopopulismo, el renacimiento de los autoritarismos, o la irreverencia como regla del quehacer político, la comunidad internacional muestre una tolerancia que le regatea a Trump.
En la república neogranadina, después de que la Casa Blanca y hasta el Vaticano transforman a La Habana de los Castro en la Meca caribeña de la Paz, emergen como referentes integradores e indiferenciados de su naciente moral republicana tanto las fuerzas del narcoterrorismo como las representativas de su tradición democracia y constitucional. Todo en nombre de la paz.
En Venezuela, cuyo aristocrático narco-gobierno usa “jueces del horror” para desconocer la voluntad popular y el derecho ciudadano a la participación política – puertas “santas” y de entrada a la experiencia de la democracia -, ocurre una similar paradoja. Se exige de la paridad entre aquél, el régimen dictatorial, y la representación mayoritaria del pueblo; y a éste se le exigen gestos de desprendimiento y renuncia por cuenta de la paz, para que la violencia oficial no se acreciente.
Lo anterior, de conjunto, es el síntoma terminal de un quiebre global en la historia de la civilización humana, que privilegia al tiempo – a la velocidad digital de las comunicaciones – por sobre los espacios – los límites políticos nacionales – dejando en la desnudez al sentido de la identidad en la ciudadanía, haciendo indiferenciadas las alternativas partidarias y hasta las morales.
La reconstitución de las identidades que se pierden o ahogan ante el avance demencial de las migraciones, es morigerada bajo el alegato del cruce inevitable de las civilizaciones y la emergencia legítima de nichos sociales primarios. Toma lugar el relativismo. Se impone el derecho de cada grupo o sector y hasta comandita de salteadores a ser reconocidos en su vocación fundamentalista y excluyente de los otros. Muerto Dios todo vale, todo cabe, a la manera de Zaratustra.
Se habla, pues, de democracias de plastilina o “prudenciales”, axiológicamente neutrales. Con razones de peso, Esperanza Guisán, en su ensayo Más allá de la democracia (2000), demanda en su defecto de una democracia moral y profunda. Y recuerda que los derechos no son un triunfo (Trump) sino cosas valiosas, por su naturaleza.
El caso es que, llegada, por lo visto, la hora de la posdemocracia – expresión debida a Colin Cruch y acuñada también en 2000, luego de que en 1995 se la vendiese Norberto Ceresole a Hugo Chávez Frías – sus síntomas no son el patrimonio de las izquierdas ni de las derechas. Antier fue Silvio Berlusconi, ayer el Comandante Eterno, ahora Trump. El líder y su personalidad atrabiliaria obvia lo institucional, lo formal, se impone al todo, mediáticamente, con sus enlatados de circunstancia.
Llegada a su final la idea del Estado como cárcel de la ciudadanía, el viejo ciudadano, errante, busca de nuevos lazos que le devuelvan las seguridades perdidas. Y en ese teatro acrítico – pleno de orfandades – hacen su jugosa presencia los traficantes de ilusiones. La moralidad postiza medra por ausencia de innovadores de la democracia.
El trump (triunfo) de Trump es obra de ese vendaval. Es una respuesta que puede terminar en desengaño, o acaso no. Cabe esperar.
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