Por: Alberto Barrera Tyszka
A l paso que vamos, mañana podrán nombrar a Osmel Souza nuevo presidente del Consejo Nacional Electoral.
Solo han bastado cinco meses para frivolizar la idea de la revolución. Lo que han ganado en la consolidación y endurecimiento de su propio aparato, lo han perdido en discurso y en símbolos. Hoy, la identidad del chavismo es otra. Su poder tiene cada vez más fuerza bruta y menos ideología; más maquinaria y menos empatía con la cultura popular. La brújula del comandante está extraviada. Y sus herederos andan desesperados, hundidos en kilos de retórica, buscándola.
Por eso, Maduro y su combo esta semana se han brincado olímpicamente la democracia participativa y han designado, a golpe de dedo, algunos de los candidatos para las próximas elecciones. Pero eso no es todo. Eso solo es parte del procedimiento. Hay algo, también, definitivo en el perfil de sus elegidos. Uno es un animador de televisión. Otro es un cantante. Otro, un ex pelotero de las grandes ligas. Quieren candidatos más potables. Chavistas que no parezcan chavistas.
Afirma Luis Vicente León que esa es una estrategia correcta.
Que si palabras más, palabras menos él fuera asesor del gobierno podría recomendar algo así. Es lo que haría cualquier experto en marketing político.
Se trata, pues, de una jugada de librito. Ante audiencias hostiles, presenta ofertas distintas.
No dudo que León sepa mucho más que yo del tema, sin embargo, no puedo de dejar de pensar que hay algo de desespero, de síntoma de perdedor; que traicionar tu propia identidad para buscar más público supone un riesgo mortal.
Lee esta declaración de Winston Vallenilla: “Esta gente ha utilizado los recursos del Estado en beneficio propio Recursos que no llegan a la gente, que no se ven, que no son palpables, que no los puede disfrutar el pueblo, la clase media. Y este país es de todos nosotros”. Si lo hubiera dicho Diego Arria no habría tenido que cambiar las comillas. No pasara nada. Y eso es fatal para el chavismo. Más allá de los gritos, de los slogans y las sonrisas, Vallenilla no tiene identidad. Y esa ventaja publicitaria puede ser también un insulto. Para mantenerse en el poder, Maduro necesita traicionar al chavismo.
Así como en la producción de telenovelas de antes se buscaban personajes y tramas que pudieran subir cerro, ahora buscan ansiosamente subir urbanizaciones para seducir a la clase media. O tratan de vencer las resistencias de los sectores populares que se siente defraudados. O intentan mantener viva la fe de los pobres que ya no se reconocen en el PSUV.
El gran desafío de Maduro es reinventar la esperanza. La herencia de Chávez también es su peor enemigo: 29% de inflación. No hay santo que pueda con eso.
El plan de los poderosos es muy claro. Golpean, acosan, presionan, distribuyen el miedo. Persiguen a Mardo, a Oscar López, no saben cómo parar a Capriles. Mientras promueven un nuevo chavismo pálido, candidaturas que saben a beisbol y a Guerra de los sexos.
Los otros candidatos impuestos siguen también una línea similar. Ernesto Villegas dice convencer a los opositores de que han votado en contra de sí mismos, minimizando a quienes desea convencer, desdeñando su capacidad de discernir y de disentir. Pérez Pirela afirma jubiloso: “¡Vamos por los no convencidos!”, como si nadie lo hubiera visto durante años, repartiendo sornas e insultos por televisión. Es la versión edulcorada de Mario Silva, un Nolia con algo de francés, citas de Greimas, un poco de la semiótica de Yuri Lotman y la escuela de Tartú. Suponer que el otro es un tonto, manipulado o confundido, nunca es un buen punto de partida.
Son los nuevos chicos del rating. Los que sonríen mientras el poder te amenaza y te persigue.
Pero olvidan que el público cambia. Que la gente no es pendeja. Que la historia no pasa en vano. Que a veces regresa de manera paradójica: también en 1998 hubo quienes creyeron que una miss podía ser una gran solución política.