Por: Claudio Nazoa
Mis hermanos y yo debemos agradecerle a mi padre, además de nuestro nacimiento, la extraordinaria capacidad de hacernos millonarios y felices a punta de imaginación.
La casa de mi infancia era una mezcla de ateneo y bunker subversivo. Mi padre, una especie de mecenas pobre, protegió a grandes artistas cuando eran grandes desconocidos: Jacobo Borges, Alirio Palacios, Luis Lucsik, Abilio Padrón y Régulo Pérez, entre otros. Con mi papá a la cabeza, estos genios creaban obras de arte, y con ingenio artístico y literario, le hacían la vida difícil a Rómulo Betancourt.
Vivíamos en la avenida San Martín, en una casa grande que tenía un garaje que servía de taller y a veces de dormitorio para talentosos y subversivos artistas. En ese garaje, aparte de pintura, lienzos, pinceles y todo tipo de material para las artes, había un clandestino multígrafo donde se imprimían manifiestos revolucionarios por los que, más de una vez, la Digepol nos allanó. Existía un plan: cuando sospechosos tocaban, corríamos a esconder el multígrafo y los panfletos impresos.
Pero el cuento de hoy es que en ese garaje, mi padre inventaba decorados, disfraces y utilerías hechas por esos artistas, para El Teatro Cómico Pampero, programa de TV antecesor de Radio Rochela y transmitido en vivo por RCTV. A mí lo que más me gustaba era usar los disfraces más raros que alguien haya inventado: el de pantalón, el descabezado, de enano y de bañera.
Yo era una especie de mono de prueba. Recuerdo que me ponían un sombrerote de cartón que me cubría hasta los hombros, el “pelo” era de cocuiza, que es una fibra de coco que pica muchísimo y con eso me ocultaban los brazos. Mi barriga era el rostro del enano dibujada por Jacobo Borges con gouache. En la cintura me ponían un saquito con una camisa con corbata, de donde colgaban los brazos del enano.
Siempre ganaba el concurso de disfraces de la escuela, pero veía con envidia a los muchachitos disfrazados de Superman o Batman corriendo por el patio mientras que yo sudaba bajo el pesado sombrerote. Arrepentido, pensaba: “¿Por qué no tendré un papá normal que me disfrace de Superman?” El disfraz de bañera consistía en una enorme bañera de cartón guindada al hombro, que tenía unos pies falsos; al que le echaban jabón Lux en escama batido y me bañaban de espuma. Un día, la maestra Digna de Rivas me preguntó:
—Nazoa, ¿cómo es que a su papá se le ocurren disfraces tan raros?
Yo, dentro de mí pesada bañera, contesté:
—Es que él es comunista maestra.