Como nunca antes en su historia, Venezuela requiere de la conformación de una unidad superior. No se trata de una unidad a medias, abstracta, ficticia: una unidad que se autoconcibe y proclama como tal, no sin violencia, sobre la base –en realidad, sobre el pre-supuesto– de la exclusión de todo lo que no se le parece, de aquello que se le opone, de todo lo que le resulta diferente de sí. Una unidad superior es, por el contrario, una unidad auténtica, inclusiva, concreta, que comprende la unidad de la nación en su completitud, como la consciente unidad de las diferencias. Las partes no son el todo. Como dice Hegel en los Wastebook, “un partido existe verdaderamente cuando se divide en sí”. Llámese partido “unido” o –por extensión lógica– mesa “de la unidad”, tanto lo uno como lo otro conciben la unidad desde la división misma de la unidad. Para decirlo en términos más precisos, se trata de una noción parcial–una parte, un partido– de la unidad orgánica.
No es por mera casualidad que los llamados “fundamentos conceptuales” del socialismo y del liberalismo, tan antagónicos, tan opuestos entre sí, reflejen sus imágenes recíprocamente, el uno en el otro, como dos gotas de agua invertidas. La bufonada del “yo antes era de izquierda, pero ahora soy de derecha” –afirmación que, por cierto, motiva las no menos ridículas y sospechosas acusaciones de los unos y los aplausos de los otros– tiene su explicación conceptual en la incomprensión de semejantes deslices –o si se quiere, resbalamientos– ideológicos de estos dos términos de la oposición. Les extrêmes se touchent. Dice Marx, siguiendo a Hegel, que “cada extremo es su otro extremo. El espiritualismo abstracto es un materialismo abstracto; el materialismo abstracto es un espiritualismo abstracto de la materia”. Que las pasiones nublen la razón no es cosa desconocida. Que el fanatismo motive el odio y la iracundia que, por ejemplo, conduce a un diputado, en medio de su apasionada fogosidad o, más bien, en medio de la ilimitada extravagancia de su propio desquicio, a arrojar sobre otro diputado el micrófono con el que se dirigía al parlamento, en nombre de la unidad y de la razón (porque “la Iglesia no es racional” sino “homosexual” y porque “la oposición juega a la división del país”) es, además de folklórico y pintoresco, la mejor confirmación de que las ideologías revestidas de “principios” conceptuales ni contribuyen a resolver los problemas que padece la sociedad ni conducen a la unidad orgánica, ni de este ni de ningún país en el “infinito universo uno”.
Toda la “ciencia” sobre la cual se sustenta la llamada “teoría” liberal consiste en afirmar que la sociedad entera nació de individuos libres y buenos que habitaban, gozosos de la plenitud del deleite de su paz y prosperidad, en el “estado de naturaleza”. Pero los individuos, naturalmente aislados entre sí, quisieron organizarse, firmar un pacto, un contrato, que estableciera las reglas del juego social. Figure el lector un edificio residencial en el que cada familia adquirió “una propiedad”. El edificio se fue llenando. Finalmente, todos los apartamentos se vendieron. Cansados de verse en los pasillos del edificio sin conocerse, sin ponerse de acuerdo para efectuar ciertas reparaciones “comunes” –luz, agua, jardinería, etc.–, deciden, después de considerarlo detenidamente, crear la junta de condominio. He ahí la confirmación más palpable de la verdad revelada de la doctrina del liberalismo: en un principio no fue el verbo sino el buen individuo privado, al que sigue un artificio: el contrato. Por eso mismo, mientras menos intervenga la junta de condominio –léase el Estado– en la vida de cada propietario el edificio –la sociedad– funcionará mejor. La base de la sociedad es, pues, el individuo natural.
Dicen los viejos fundadores del socialismo que los liberales traicionaron los ideales originarios de libertad, fraternidad, igualdad y unidad, con los cuales tuvo su inicio la era de las luces. Pero esa rebeldía insurgente del primer liberalismo terminó exacerbando el individualismo, la propiedad privada y la acumulación de riquezas, a expensas de los más débiles o menos favorecidos material o intelectualmente. El buen salvaje, salido de su estado natural, debe volver a la vida armoniosa y fraterna. Es por ello que el Estado debe intervenir como garante de la equidad, para evitar el abuso del uno rico contra el resto pobre. Controlar, planificar, organizar la vida social y económica. Ese es el objetivo de los socialistas: en un principio no fue el verbo sino la buena asociación natural. La base del individuo es, pues, la natural sociedad.
Jhon Locke o Henri de Saint-Simón: el primero, padre fundador de la doctrina liberal y el segundo, padre fundador de la doctrina socialista, resultan ser, de facto, el “otro del otro”, las dos caras de una misma moneda. El uno y el otro muestran la común presuposición de sus constructos ideológicos: la idea de una idea de la historia pre-histórica. Decir que la superación de la crisis económica es una cuestión de confianza es igual a decir –con el metro-chofer– que “Dios proveerá”. Y es que, en efecto, en ambos casos, la historia real, efectiva, deriva de un supuesto “estado de naturaleza” que, como dice Hegel, “solo sirve para salir de él”. Un mito, un “lindo” cuento para niños y gente desprevenida. Como señala Marx, una “robinsonada” sustenta el corpus teorético sustancial de semejantes puntos de vista. Puntos que, además, no solo fundamentan los agrios antagonismos del presente, sino que han sido el motivo de cruentas luchas, de guerras fraticidas, de odios y rencores que, desde hace por lo menos tres siglos, mantienen en vilo la existencia misma del planeta.
No hay unidad sin diferencia. Ni hay sociedad sin individuos ni individuos sin sociedad. La historia de la humanidad no es un museo de hechos acaecidos. Es el escenario que requiere, una y otra vez, ser reconstruido y reconquistado. La libertad, la igualdad y la fraternidad no son dones gratuitos, “naturales”, innatos en la humanidad. Tampoco lo es la unidad que requiere el país. Todo lo contrario, se trata de conquistas, del resultado del trabajo, de la producción continua, del propio ser en su devenir. Tampoco son una sumatoria, sino el hacer (y pensar) de la sociedad como unidad de individuos educados, civiles, éticamente comprometidos: autoconscientes.