Lo bueno se hace esperar – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Todas las encuestas coinciden en que los venezolanos, en su inmensa mayoría, no gustan del estado de las cosas en elmk9HMijk_400x400 país y quieren cambio. Los seres humanos somos paradójicos. Queremos cambio pero a la par le tememos. Porque el cambio comporta una importante dosis de incertidumbre. A la Humanidad le ha costado mucho hacer efectivas grandes transformaciones. Pero ha superado los obstáculos. Eso en todos los órdenes del pensar, el saber y el quehacer. El cambio está incrustado en el genoma humano.

La promesa básica de la Revolución Bolivariana venezolana (y a la sazón principal producto de exportación de nuestro país en los últimos tres lustros) es sorprendentemente conservadora. Es un salto atrás. Su distanciamiento del modernismo es innegable. Las ideas que promueve son de los siglos XIX y XX. Sus referencias intelectuales – las interesantes y también las necias – son todas del pasado. Así, que el vocablo “revolución” se asocie a un proyecto político tan anacrónico, tan anclado en pensamientos y acciones con olor a naftalina es, por decir poco, una paradoja en patas, un gritón disparate.

Todavía en el mundo se habla de izquierdas y derechas. No hace ya mucho sentido, pero quizás los que escribimos caemos en el uso torpe de frases hechas y lugares comunes. Recurrimos a clichés. Creo que ello tiene mucho que ver con pereza intelectual, por flojera. Hoy las izquierdas reales poco tienen de aquellos planteamientos e ideario del siglo XX; las derechas son hoy cualquier cosa menos ogros explotadores de las minorías. Más aún, vaya paradoja, esos países donde entre comillas gobiernan las pomposas izquierdas son aquellos en los que imperan proyectos que se basan en la creación y mantenimiento de bolsones sociales que sobreviven por los aportes míseros gubernamentales que los convierten en nuevas modalidades de siervos de la gleba, una nueva forma de esclavitud. Y cada vez, vaya paradoja,  es más patente que los gobiernos mal llamados de derechas se ocupan con denuedo en la creación de oportunidades de desarrollo para precisamente los segmentos más carenciados de sus sociedades. Es decir, todo se revirtió: las verdaderas izquierdas buenas han hecho suyas las ideas de las derechas y viceversa. Durante su gobierno, el presidente chileno Ricardo Lagos creó un amplio abanico de oportunidades para los emprendedores y empresarios del área privada, haciendo crecer sectores económicos no oficiales y generando por esa vía un crecimiento del sector privado que se tradujo en mayor bienestar social. Sebastián Piñera, de derecha,  impulsó vigorosos programas sociales que apalancaron a importantes cantidades de ciudadanos. Lagos cargó con la etiqueta de “izquierda”; Piñera la de “derecha”. Cómo nos cuesta  a los analistas, periodistas y otros habladores de pajaderías abandonar el etiquetaje.

Este subcontinente nuestro lleva ya varios lustros brincoteando en caminos adoquinados con consignas, que no son sino eso: meras consignas, palabrería majunche. Por ejemplo, nos decimos abanderados del ambientalismo. Empero, en Venezuela, por ejemplo, los ciudadanos que creemos en la práctica del reciclaje de la basura nada podemos hacer al respecto. No hay a nuestra disposición containers de diversos colores para clasificar los desechos. Démonos con una piedra en los dientes si hay un container y si un camión viene a retirar lo allí colocado siquiera una o dos veces por semana. Ante la desesperación que produce la acumulación de basura, en miles de espacios en el territorio nacional, abundan los quemadores de desperdicios, altamente contaminantes. Y si algún ciudadano requiere deshacerse de escombros o material de mayor tamaño, pues a llamar a María. Pero los gobiernos de izquierda, bocazas por diseño, se ufanan en congresos internacionales de su vocación conservacionista. En una visita a un edificio oficial en Brasil, gobernado desde hace añales por presidentes auto titulados de izquierda, no hay cómo deshacerse de una botella de plástico en un lugar especial. Todo va a parar al mismo pote.

Curiosamente, los gobiernos llamados de izquierda y por tanto supuestamente preocupados por el pueblo y abocados a favorecerlo y darle poder, son aquellos que se caracterizan en los hechos por gigantesca corrupción y opacidad en la gestión. Baste ver lo que ocurre en Venezuela, gobierno que se pinta de izquierda. Para nadie es ya extraño el “enchufadismo”, el “magnatismo” tan grosero que exhiben los funcionarios (que nos espetan con desmesura sus orígenes humildes y no disimulan su riqueza) y la oscuridad en la que transcurre la gestión pública, sin rendir cuentas jamás. Lo poco que hay disponible no pasaría una auditoría sería. Los informes de gestión de los diversos ministerios, organismos y empresas del estado revelan un desbarato, una malversación y un esfumarse de recursos. No hay que ser Einstein para comprender que todo ese desastre lo pagamos los ciudadanos, la sociedad. Ese dinero que sufre actos de desaparición como por arte de magia ha debido ser invertido en prosperidad social, un concepto ausente en el pensamiento revolucionario. Así, en nuestra Venezuela se enseñoreó el más salvaje capitalismo de estado y la opacidad es norma. El sector privado es mínimo y no se ha extinguido por la flojera que caracteriza al gobierno. Sólo por eso existen hoy algunos pocos miles de empresas privadas, que sobreviven a penurias y sobresaltos inimaginables. En Venezuela el concepto de “privatizar” califica en la categoría de pecado y fue degollado por el más feroz estatismo. Ese capitalismo de estado ha hecho de Venezuela un país con funcionarios ricos y glotones y ciudadanos pobres y condenados a la mendicidad. Esas gigantescas colas son un retrato de cuerpo entero de un pueblo tornado en mendigo.

Pero el mundo del siglo XXI no se define como la confrontación entre izquierdas y derechas, sino entre demócratas y autoritarios. El debate es el cómo hacer las cosas, no el qué. Varios periodos de gobierno municipal chavista en el Mun. Sucre del Edo. Miranda pasaron sin que ocurriera un cambio. Llegó Ocariz y miles de personas empezaron a recibir, por ejemplo, los papeles de propiedad de su vivienda.

El cambio en Venezuela ya fue decidido por el pueblo. Porque el estado actual de las cosas es indefendible e insoportable.  Ergo, el cambio es imparable, indetenible. Y aunque algunos no lo hayan detectado, ya empezó. Como en aquella campaña de una salsa de tomate, lo bueno se hace esperar.

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