Cuando estudié en el IESA, años ha, nuestro grupo se dividía entre “genios” y “humanistas”. Yo pertenecía, obviamente, a la segunda categoría. Sabíamos más de letras que de números y manejábamos mejor el extraño mundo de los pensamientos sociales. De nosotros se decía que éramos “románticos”, que dábamos excesiva importancia a los sentimientos y emociones, que nos resultaba casi imposible digerir los argumentos técnicos, con data pura y dura, a los que eran tan proclives los “genios”. Para los “humanistas” nada era blanco o negro y todo podía variar en función de un espeso “depende”. Años largos y complicados han pasado desde aquel entonces que pasé sembrada en las aulas y patios del IESA.
Ha sido una magnífica noticia el que un profesor de la Universidad de Chicago, Richard Thaler, se haya hecho acreedor al Premio Nobel de Economía. Es una estupenda universidad con un prestigio innegable. Pero el enorme placer y satisfacción al saber la buena nueva no me vino por la gloria que indirectamente ha recibido esa universidad, sino porque la razón para otorgarle tan alta distinción a Thaler viene porque desarrolló un planteamiento de monumental importancia sobre el impacto de los factores psicológicos en el devenir económico. De su hipótesis sólo he leído unos cuantos comentarios, pero, confieso, me entró en fresquito. Los “humanistas” teníamos razón. La sociedad está integrada por seres de carne y hueso, con pasiones, angustias, ansiedades, ambiciones. Somos fuertes y débiles, amamos y odiamos, confiamos y tememos. No somos androides. La nuestra no es inteligencia artificial. Entonces, es de la más elemental lógica que la economía sea afectada por esas razones “sin razón” que tienen bastante más que ver con factores psicológicos que con cálculos exactos.
Venezuela está en crisis. No me refiero al drama que patéticamente reflejan todas las cifras económicas, financieras y sociales. Hablo de una crisis psicológica severa. De los individuos y de los grupos sociales. De estar al borde de un ataque de nervios colectivo. El hostil comportamiento de los venezolanos, la ansiedad con la que despertamos y nos dormimos, la sensación de que todo se nos viene abajo, el “paren el mundo que me quiero bajar”, el aumento del consumo de bebidas alcohólicas, de sedantes y ansiolíticos (y sospecho que también de drogas ilegales), la paranoia que nos agobia por las esquinas, la elevación del volumen en las más mínimas discusiones, el uso creciente de palabrotas en la comunicación oral y escrita, todo eso pone de bulto que como personas estamos perdiendo la capacidad para controlar nuestro entorno y controlar nuestras emociones. Eso tiene un efecto directo sobre el cómo se desarrolla nuestra vida, las decisiones que tomamos, las que no tomamos, los errores que cometemos por precipitación, las malas elecciones que hacemos. Lo que compramos y dejamos de comprar, lo que consumimos, en qué gastamos. Las personas tomamos decisiones económicas todos los días. En un ambiente como el que vivimos, esas decisiones, al no basarse en un abanico de opciones sino de restricciones, en comer, vestir, leer, ver, consumir, etc. de lo que hay y no de lo que nos viene mejor o nos conviene más, refuerzan la situación de colapso. Una sociedad progresa porque sus ciudadanos tienen multiplicidad de opciones entre las cuales seleccionar. El venezolano hoy no puede escoger, nada. Los productos y servicios no tienen exigencia de competitividad. Ello ha generado el deterioro en términos de todos los factores que se usan para medir la calidad. Compramos lo que hay, lo que podamos pagar. La excelencia, que es elemento clave en los procesos, se ha esfumado de nuestra vida. Es el país del malestar y no del bienestar.
Ojalá quienes toman las decisiones económicas leyeran y estudiaran al nuevo Premio Nobel de Economía. La ignorancia, señores, es una enfermedad que se cura aprendiendo. No es empecinándose en los errores y disparates como se sale de los problemas que nos han sumido en este colapso.