Por: Alberto Barrera Tyszka
El domingo pasado la oposición obtuvo una sorprendente victoria política.
Más allá del resultado electoral, lo ocurrido hace siete días representa un cambio fundamental en el escenario del país. Lo que hemos vivido después tiene que ver más con la administración de esa victoria y con el enfrentamiento a un sistema parcializado, a una lite que sólo sabe manejarse en contextos de guerra, que entiende las relaciones democráticas como un permanente ejercicio bélico. El chavismo sin Chávez ha demostrado ser sobre todo un movimiento reactivo. Actúa como si viviera siempre amenazado. Una agresiva inseguridad casi es su mejor definición.
El 14 de abril era la primera gran prueba para el carisma de los herederos del líder y para la industria de culto a la personalidad en la que el gobierno ha invertido mucho tiempo, mucha creatividad y muchísimo dinero. El fracaso fue total. Ni siquiera la manipulación religiosa funcionó. Venezuela volvió a mostrar su identidad pagana e irreverente. La iglesia pidió diez millones de ofrendas como prueba de amor al mesías y los fieles se salieron del templo. El PSUV obtuvo menos devoción que la MUD.
Al final, la gente ni siquiera votó por Maduro. La gente votó por Chávez, aun a pesar de Maduro. No pueden quejarse porque esa fue su campaña. El Presidente proclamado por el CNE sigue siendo un suplente.
No es un líder, sino un sustituto. En realidad, el país eligió a alguien que ya no existe.
Los análisis que ha intentado poner a rodar cierto sector del oficialismo dan un poco de vergüenza. Es ridículo presentar al gobierno como una víctima de la economía, del dólar paralelo o de la crisis eléctrica. Solo les falta denunciar, en estas últimas horas, que Jorge Giordani es un infiltrado, financiado por la CIA; un traidor que lleva años conspirando, que es compinche de Ramón Guillermo Aveledo, que sabotea desde adentro el proyecto revolucionario de la economía popular. Nunca es muy saludable creer que los demás son muy pendejos.
Hay cosas que con Chávez fluían pero que, sin Chávez, solo crujen. En pocos meses el discurso oficial ha envejecido de manera repentina. Ha perdido gracia, fuerza, densidad.
Cada vez es más la retórica áspera de cierta izquierda universitaria, simple y mecánica.
Ha ido perdiendo el hechizo.
Falta algo. Maduro a veces parece un hombre que se hunde en el vacío, que manotea desesperado, tratando de aferrarse a una frase, a otra; intentando agarrar una mueca, repetir algún truco; probando sostenerse de un chiste, queriendo flotar sobre una anécdota pero nada parece servir. Y él es lo mejor que tienen, lo más potable, el candidato señalado por el dedo de Dios.
A partir de la inaceptación de los resultados por parte de Henrique Capriles, el chavismo comenzó a intentar recuperarse, desde el poder y desde la dimensión mediática, del fracaso obtenido en las urnas. Han intentado devolver al país al escenario que mejor manejan: la confrontación, en enfrentamiento polarizado.
Escribo estas líneas un miércoles, en contra de la velocidad que puedan tener los acontecimientos por venir. Y, sin embargo, hasta ahora, tampoco la estrategia le ha resultado demasiado bien al oficialismo.
Entre otras cosas por la reacción desproporcionada que han tenido. Frente a los ojos del país y del mundo, Maduro luce algo histriónico y descontrolado, mientras Capriles parece la estampa de la serenidad y del sentido común.
Tratar de satanizar de manera inmediata a la oposición, acusándola de asesinato, de insurrección; asociándola con el golpe de Estado de Pedro Carmona; intentando destruir políticamente a sus líderes, solo ha logrado que la imagen del caos y de la violencia se instale en el costado del oficialismo. A veces, ni siquiera hace falta oírlos. Cualquiera que vea a Jorge Rodríguez, mirando a la cámara y manoteando, o a Diosdado Cabello, jalando un micrófono y masticando vocales, no necesita saber qué dicen. Ellos sudan violencia.
El gobierno todavía no entiende, y si lo entiende no lo acepta, que el problema no es Capriles ni la MUD. Ellos son una expresión, la consecuencia de millones de venezolanos que tienen dudas y preguntas frente al sistema electoral; la consecuencia de millones de venezolanos que no están de acuerdo con lo que ocurre en el país. Suele pasar: la sociedad ha cambiado, pero el poder no lo ha hecho. Es una maquinaria pesada, con más comodidad que curiosidad, con más preocupación por mantener sus privilegios que capacidad autocrática.
Para decirlo en sus propios términos: el chavismo se está escuadilizando a paso de vencedores. Cada vez tienen menos gente. La tendencia que empezó en 2006, después de cada elección sale más fortalecida, es más contundente. Se puede leer un resultado electoral y no leer un país. Probablemente, este domingo 14 de abril sea la última gran oportunidad política que tiene el chavismo de leer la realidad y de cambiar. Si no lo hace, más temprano que tarde, su único destino es la derrota.