Por: Tulio Hernández
Lo peor que podría ocurrirnos a los venezolanos que disentimos del chavismo es terminar acostumbrándonos y aceptar como si fuesen legítimos y normales los métodos inconstitucionales mediante los cuales los gobernantes rojos han ido haciéndose del poder absoluto y eliminando las libertades y derechos que garantizan la actividad política libre y la alternancia en el poder, que es el juego clave de toda democracia.
Ha sido un trabajo sistemático que, no lo olvidemos, lleva ya 15 años desmantelando febrilmente el tejido democrático. Con un solo objetivo: garantizar la continuidad en el poder de la cúpula de mando del proyecto inaugurado por Hugo Chávez poniendo todas las trabas posibles para impedir que una opción distinta logre ganar las elecciones presidenciales u obtener mayoría en el Parlamento.
Ese ha sido el corazón de la estrategia. Como el chavismo fracasó en el intento de llegar al poder por vía de las armas, y como al final lo logró pero por vía electoral, ha tenido que aceptar una buena dosis de juego democrático que le ha impedido, o por lo menos dificultado, sus grandes propósitos de instaurar un modelo de sociedad estatista y una economía centralizada.
El camino, seguido con éxito relativo porque ha sido hecho a costa de la destrucción del aparato productivo y de la dependencia cada vez más extrema de la renta petrolera, ha tenido el especial cuidado de no cruzar precipitadamente la raya amarilla sino de ir moviéndola a la medida de sus necesidades. De manera que todo lo que se haga tenga, especialmente para la comunidad internacional, un cierto aire de legalidad democrática.
Leopoldo López está preso y condenado públicamente por Nicolás; Rosales está en el exilio huyendo del mismo destino cuando Chávez lo condenó, pero no hay partidos políticos ilegalizados. El único canal de televisión que hacía críticas al gobierno y le daba espacio notable a la oposición ya no lo hace, pero no fue cerrado por el gobierno sino comprado por un grupo empresarial. Todavía hay empresas privadas, pero el gobierno las somete a través del sistema de “precio justo” y en cualquier momento las puede expropiar.
Es como un sistema de tenazas o de correas múltiples que van paralizando y asfixiando a las víctimas –la democracia, la economía de mercado, los ciudadanos no rojos– pero, eso sí, poco a poco, para que no sea notorio. Como en las legendarias técnicas de tortura china, cada tenaza actúa paciente y aparentemente de manera autónoma buscando el control pleno de algún campo de la vida nacional.
La tenaza del control pleno de la comunicación y la información; la del aparato económico, especialmente de la producción y distribución de alimentos; la de la actividad política y la vida de las personas, a través de un complejo tejido entre lo militar, lo paramilitar, el sistema judicial y los aparatos de inteligencia policial y la ideología del sistema escolar. Y así sucesivamente.
Cada tenaza o cada correa va siendo cerrada a veces de modo imperceptible por apretones sucesivos. Se supone que esa sumatoria de apretones conducirá a la meta final: el control pleno, absoluto, sin resquicios ni atajos alternativos posibles, del aparato político. Al sueño, como alguna vez definiera Mario Vargas Llosa a propósito del PRI, de la dictadura perfecta.
En condiciones semejantes, con un Estado malandro y colectivos de civiles armados imponiendo su orden con absoluta impunidad y apoyo oficial, en un lugar donde desconocer la voluntad popular que eligió a un diputado, o nombrar a un militante del partido de gobierno como árbitro electoral es absolutamente normal, siempre habrá que hacerse las preguntas sobre: ¿cómo se hace política cuando no estamos ante una democracia pero tampoco ante una dictadura militar tradicional? ¿Como hacer oposición y construir una nueva mayoría si todos los canales que permiten la democracia cada vez se cierran más? Un reto para la imaginación y el pensamiento ahora que, como ha escrito Alonso Moleiro, la unidad democrática encuentra con el nombramiento de Chúo Torrealba una renovación del optimismo.