Publicado en Al Navío
Por: Sergio Dahbar
Marcel Proust y James Joyce no pudieron compartir una magdalena. Otros que eran amigos terminaron mal, a los golpes, destruyendo la obra del rival, a medida que crecían como artistas.
Pocas complejidades resultan más fascinantes que las rivalidades entre artistas. En ese rincón del alma humana respiran enigmas insondables. Descifrarlos ha sido el empeño de muchos periodistas, académicos y críticos. Algunos por el mero hecho de transitar el chisme y otros más interesantes por indagar la extraña psicología que ronda la creatividad y el genio.
Si el lector quiere acercarse a este campo minado de veleidades, egos afilados y perturbaciones, debe buscar tres libros que lo ayudarán a transitar a caballo el arte problemático de los siglos XIX y XX. Son obras muy diferentes unas de otras, pero coinciden cuando se acercan a confrontaciones difíciles de explicar.
El historiador inglés Richard Davenport-Hines, el periodista español Xavi Ayén y el crítico de arte australiano Sebastian Smee, desde enfoques muy diferentes, exploran las rivalidades de amigos y conocidos, de gente muy cercana que para crecer no pudo hacer otra cosa que dinamitar una amistad intelectual muy intensa. La materia de sus libros había sido estudiada antes, pero ellos pusieron el punto final en cada obsesión escogida.
Sobre el encuentro que este año cumplió 95 años, entre James Joyce y Marcel Proust, en un hotel de París, en mayo de 1922, muchos historiadores y biógrafos habían escrito lo que infinidad de testigos consultados relataban acerca de ese episodio infeliz.
Pero hizo falta la tenacidad de Richard Davenport-Hines, quien en 2006 escribió A Night in the Majestic: Proust and the Great Modernist Dinner-Party of 1922 (Faber and Faber). Ese libro descabezó un enigma que se había desfigurado con los años, a pesar de los intentos de los biógrafos Jean-Yves Tadié (estudioso de Proust) y Richard Ellman (que estudió como nadie la vida de Joyce).
Fue Davenport quien precisó quiénes fueron los patrocinantes de esa noche luminosa del modernismo en ebullición: Violet y Sidney Schiff. Ella dedicada a buscarle parejas a sus amigas y él adorador del chisme de salón (parecían dos personajes escapados del imaginario proustiano).
La ocasión era perfecta: celebraban el estreno de Renard, ballet cómico de Igor Stravinsky interpretado por los Ballets Russes de Serge Diaghilev. Los invitados habían sido escogidos de manera peculiar. Stravinsky y Diaghilev, por supuesto, pero también Pablo Picasso y Ernest Anserment, director de la orquesta.
Picasso llegó con un trapo rojo en la cabeza. Joyce mostró un aburrimiento colosal y se emborrachó con champagne. Llegó vestido informalmente, porque aseguró que no tenía dinero para inutilidades. Tarde en la madrugada llegó Marcel Proust, vestido con un abrigo de pieles.
Proust era en ese momento más célebre que Joyce, que acabada de publicar Ulises, y todavía resentía que los lectores casuales que conocía no entendieran lo que había querido decir. Los sentaron al lado, una idea poco feliz. Ninguno de los dos le prestó atención al otro, se trataron con monosílabos y se despreciaron sin hacer demasiado esfuerzo.
Joyce, que era más joven, se vengó más tarde. Así lo dejó consignado en un diario: “Los lectores llegan al final de las frases de Proust antes de que él termine de escribirlas”. En una confidencia a su editora Sylvia Beach, arma un juego de palabras: “Acabo de leer En busca de las Sombrillas Perdidas por varias Muchachas en Flor en el Camino de Swann con Gomorrea et Cie., escrito por Marcella Proyst y James Joust”. No volvieron a verse.
García Márquez y Vargas Llosa
Si bien Proust y Joyce apenas se conocían y comenzaron a lastimarse rápidamente, hay otro caso de rivalidad que resulta curiosa: la de dos premios Nobel de literatura latinoamericanos, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. La ha estudiado Xavi Ayén, en su libro de 870 páginas Aquellos años del boom (RBA), que ganó el premio Gaziel. Allí hay 30 páginas que no tienen desperdicio.
Relatan el contexto del famoso derechazo que le atina Vargas Llosa a Gabo en México: “Esto es por lo que le hiciste a Patricia en Barcelona”. Ayén, que es uno de los periodistas mejor informados sobre el tema, reconstruye el desmoronamiento de una amistad de años, por una infidencia en una noche de tragos, sobre la vida amorosa de Mario Vargas Llosa. Nunca recuperaron la amistad.
Pero quizás la aventura creadora más aplaudida y reciente sobre el áspero tema de la rivalidad entre artistas sea la del australiano Sebastian Smee, El arte de la rivalidad (Taurus). Smee consigna información valiosa sobre ocho genios de las artes plásticas universales, que se articularon en cuatro relaciones tormentosas, donde cabía la admiración y el recelo. Francis Bacon y Lucian Freud. Edouard Manet y Edgar Degas. Pablo Picasso y Henri Matisse. Jackson Pollock y William de Kooning. Crecieron juntos, pero también tuvieron que dinamitar esa relación para poder avanzar.
Entender por qué Degas corta con un cuchillo el cuadro que Manet ha pintado de él y de su esposa, tocando el piano. Descifrar por qué no había manera de mencionar la obra de Bacon en presencia de Freud. Abordar la complejísima relación de influencia y resquemor que tenían Picasso y Matisse. O tratar de descifrar por qué Konning tiene una relación amorosa con la amante de Pollock, cuando este ha fallecido por su adicción al alcohol.
Este es el universo en el que hunde su inteligencia y su absoluta curiosidad Sebastian Smee. No en vano este crítico cita una frase de Adam Phillips: “En algún lugar de nosotros mismos, relacionamos ser amados con ser traicionados, y ser traicionados con crecer”. He allí la síntesis de una ambición.