Por: Raúl Fuentes
Tienen unas cuantas vidas, los gatos: siete o nueve, dicen. Creo que he aprendido, no a quererlos como para convivir con ellos, pero sí a hacerme la vista gorda en su presencia, pues leí que quien los odia reencarna como ratón; por si fuera poco, hay dualidad de pareceres respecto a sus extremidades. Levé, por eso, anclas para navegar por Internet a fin de encontrar un diccionario razonado de paremias y atraqué en el portal de la Fundación de la Lengua Española. Aquí constaté qué hay quienes buscan tres pies al gato y no cinco como estipula la lógica, pues encontrar un trío en un cuarteto es una bolsería, mientras que hallar un quinteto sí que sería rizar el rizo o cuadrar el círculo. No averigüé si las diferencias numéricas eran sustantivas o formales; pero, la verdad no importa, porque sean tres o cinco, esta gente (como la denomina Francisco Suniaga), que dice gobernar y lo que hace es segregar y excluir, no atina a dar con una extremidad que garantice equilibrio y trastabilla en su afán de demostrar lo imposible o certificar lo improbable mediante falaces argumentos y engañosos razonamientos.
Eso de “buscarle tres pies al gato” se lo debemos a Miguel de Cervantes, y hay hipótesis que postulan que el escritor complutense aludía a los pies métricos de la palabra gato, que son dos, y no a félido viviente alguno; Covarrubias –contemporáneo del príncipe de los ingenios – sostiene, sin embargo, que lo indicado es tratar de hallar la quinta pata, esa que alguno podría confundir con el rabo – esto no lo dice el lexicógrafo toledano, pero insinúa que en tiempos anteriores a él era factible que tal cosa sucediera. En todo caso, no importa en procura de cuál pata se lanzó el chavismo cuando, en su delirio comunal y buscando lo que no se le había perdido, comenzó a fomentar la multiplicación de formaciones parainstitucionales, capaces de imponer su anárquica agenda a los poderes públicos, para desembocar en una crisis de gobernabilidad que socava la precaria estabilidad de la República. Y no es esta una afirmación exagerada, sino una conclusión que se desprende de los acontecimientos que han colocado al Ejecutivo entre la espada y la pared al punto de que, sin saber de cuál palo guindarse, ensaya una reorganización de los cuerpos represivos que no se traducirá en mejoras, porque entre las credenciales de los responsables de adelantarla sobresale su probada ineptitud en materia de seguridad.
El país, después de 15 años de desvarío populista, ha pasado a ser administrado abiertamente por una cúpula verde oliva, que enrojece cuando le conviene y tiene bajo su férula a un puñado de civiles que marchan al ritmo de las marciales notas que entona la Fuerza Armada Nacional Bolivariana; y ésta, cabe deducir más que especular – estaría bailando al son que tocan en La Habana. ¿Por qué tales afirmaciones? Porque aunque el Ejecutivo ha traspasado casi por completo la toma de decisiones a Fuerte Tiuna, buena parte del monopolio de la violencia legítima ha ido a parar a esa felina extremidad, faltante o sobrante, representada por los colectivos.
Esa anomalía es lo que nos hace sospechar que hay una especie de plan maestro – diseñado a instancias de los Castro, y con la anuencia del eterno que aún no era muerto sino moribundo, para asegurar la terca supervivencia, no ya de una caduca ideología que más bien estorba, sino de una satrapía gerontocrática y de un confuso proyecto absolutista a contracorriente de la modernidad– sustentados en el parcelamiento restringido del poder, la polarización extrema de la sociedad y la exaltación del líder o, en nuestro caso, de su espectral omnipresencia.
Para romper ese perverso esquema, que se traduce en una morbosa y sadomasoquista relación con el gobierno, no es aconsejable hurgar entre las piernas del enigmático cuadrúpedo –de ello debería estar consciente el liderazgo opositor–, sino contraponer una oferta que dignifique al individuo y no lo haga dependiente de la caridad pública en vez del trabajo estable y bien remunerado, como condición indispensable para reconocerse como ser social. De este modo sepultaremos de una vez por todas a Bolívar y a su funesta secuela de sedicentes legatarios –Guzmán, Gómez, Pérez Jiménez, Chávez– y exorcizaremos los fantasmas de un ayer sin fin aparente. De lo contrario seguiremos siendo, como diría Borges, unos presocráticos con todo el pasado por delante.