El proyecto chavista ha muerto. Al menos, dos veces. La primera ocurrió el 5 de marzo de 2013 a las 4:25 de la tarde. La desaparición física del presidente Hugo Chávez –por causa natural- inició oficialmente la transición hacia no se sabe dónde. Ese día feneció aquello que esa caterva de habladores de paja –Maduro dixit- definió como “hiperliderazgo”, piedra fundamental de esta revolución caudillista. Chávez intentó destrozar la Constitución de 1999 con la venia del personal. Fracasado el intento, decidió violarla olímpicamente. Luego, referendo mediante, logró introducir en la Carta Magna el único elemento que le preocupaba. No, no “constitucionalizó” las misiones. Tampoco incorporó a los consejos comunales y comunas. Menos volteó a ver si hacía falta alguna disposición para combatir el narcotráfico. Solo dedicó todo su empeño en lo que consideraba vital para la continuidad de su movimiento: la reelección perpetua. En abril de 2011, en una entrevista concedida a La República de Uruguay, Chávez afirmó que son “tristes las revoluciones que dependen de un solo hombre”. El tiempo le da la razón.
La segunda aconteció el 6 de diciembre de 2015 y en horario de oficina. El chavismo perdió el Parlamento –por causa popular- y el modelo de dominación se quebró para siempre. Por eso es una afrenta, un insulto, pedirle al chavismo que respete la Asamblea Nacional. Eso es lo mismo que exigirle que atente contra sus principios. Un autosuicidio, pues. Reconocer la autonomía de la Cámara sería admitir controles, límites y todas esas desviaciones propias del sistema democrático. También sería aceptar la posibilidad de abandonar el poder. ¡Anatema! La derrota en los comicios legislativos sacudió las bases del régimen autocrático, que desde ese día ha bloqueado todas las consultas por temor al descontento ciudadano. En estas condiciones, tampoco es posible renovar gobernaciones, alcaldías y mucho menos pensar en las presidenciales. Se entiende. Nadie quiere ser enterrado en urna electoral.
Ahora la pregunta es si habrá una tercera. Y si será definitiva. La gente busca señales, quiere respuestas. Esos productos tampoco se consiguen. Sin necesidad de que nadie la convocara, el país se embarca en la marcha del no retorno. Nadie sabe si esto se resolverá en un mes o en un año. Ni siquiera si se resolverá. El pueblo resiste y la cúpula del régimen también. Al momento de escribir estas líneas, se registran oficialmente 43 muertos. Cuando usted las lea, seguramente ya irán 45. O 46. “Esta lucha no es de tiempo, es una lucha existencial y ahora el campo de batalla es la conciencia”, apunta un político. Mirar más allá de lo evidente. Tragar grueso. La amarga espera. ¿Sobrevivirá el proyecto chavista? Puede. Ya lo ha conseguido en el pasado. Pero tendrá que hacerlo aplastando al país que un día lo acompañó y en contra de la comunidad internacional que antes lo reconocía como un proceso democrático. Y esa, quizás, será otra forma de morir.