Los grandes escritores no lo son porque escriban bonito o porque nos ofrezcan textos que sean eco de una realidad. Más bien ser un grande de las letras supone ser capaz de desafiar la entropía de un tiempo. Eso hicieron esos que fueron, son y seguirán siendo los maestros del arte de poner pensamientos inusitados en ese código intrincado que es el lenguaje.
Pocos son los seres humanos capaces de escribir obras realmente trascendentes. Hay cientos de miles de escritores. Pero maestros de las letras son pocos. Ellos, los maestros, son autores de libros que consiguen trepar por los muros de lo consciente y lo inconsciente. Y si bien esos genios son pocos, sus piezas están ahí, disponibles para que las leamos y de ellas aprendamos.
Una de esas obras maestras de la literatura universal fue escrita hace ya muchos muchos años por un ser humano brillante, excepcional y extremadamente fértil: William Shakespeare. En Macbeth Shakespeare plantea varios conflictos y dilemas. Y presenta unos personajes que revelan el destino ineludible. Las fatídicas le hablan a Macbeth. Le alertan. Él cree que puede eludir su destino. Desoye. Pero el destino alcanza a Macbeth.
Los apoltronados en Miraflores y los cuarteles en Venezuela harían bien en leer Macbeth. Y más aún en escuchar a las fatídicas, sus propias fatidicas. No escucharlas no hará que cambie el destino.
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