Casi podría ser el título de una película venezolana que emulara a la celebérrima italiana Ladri di biciclette (Ladrón de bicicletas) de Vittorio de Sica, en la que se plasma la crisis de la Italia de la postguerra en la tragedia de un humilde trabajador a quien le roban la bicicleta, indispensable para mantener su trabajo. Esta situación lo conduce a un estado de desesperación tal que termina convirtiéndose él también en ladrón de bicicletas, avergonzado y humillado ante su pequeño hijo.
Ladrón de bicicletas es una metáfora de la desmoralización del ser humano cuando ve ante sí todos los caminos cerrados, cuando solo desolación y tristeza se avizoran en el futuro.
Esta semana, la Guardia Nacional hizo circular una fotografía (que luego fue retirada, según se ha dicho) en la que aparece un joven de dieciséis años (vestido con un elocuente suéter raído) capturado por robo. No vemos su rostro; está de espaldas a una mesa en la que reposan cinco auyamas. Al costado de la mesa, dos guardias con sendos fusiles de guerra completan el cuadro triste, lamentable y bochornoso que podría ser el emblema trágico del patético final de esta revolución, que comenzó con su líder indiscutible afirmando, en cadena nacional de radio y televisión, que en una situación de hambre se justifica el robo.
Esa foto es, sin duda, el cierre de este capítulo trágico de nuestra historia, no importa cuánto más dure. Es una imagen que hiere la sensibilidad en una tierra legendaria por sus recursos, que concluye la etapa de mayores ingresos de toda su historia con gente alimentándose directamente de la basura, mientras los autores de la tragedia, para mayor inri, se muestran bailando salsa cual derviches danzantes del Caribe.
Esa fotografía nos confronta con el vacío de nuestra progresiva y sistemática caída. Es una imagen de inocentes: no solo la inocencia del niño; también los guardias nacionales son inocentes, incapaces de tener una visión medianamente distante de la tragedia en la que están sumidos cuando añaden represión al hambre de la gente. Venezuela es sin duda el país de los fondos infinitos. Cinco auyamas, cinco miserables auyamas, en un país en el cual los conductores de este cambio político hacia la liberación de los venezolanos y la construcción del hombre nuevo tienen sus cuentas bancarias rebosantes de millones robados a un pueblo en cuyo nombre hablan (para que no hable él) y cuyos hijos mueren en cajas de cartón en los hospitales. Es dantesco lo que se vive. Una tragedia similar llevó a Víctor Hugo a relatar la desgracia social y política de su tiempo en la historia de Jean Valjean, llevado a prisión por robar un pan para su familia.
El siguiente es un texto de Los miserables, de Víctor Hugo:
El humano sometido a la necesidad extrema es conducido hasta el límite de sus recursos, y al infortunio para todos los que transitan por este camino. Trabajo y salario, comida y cobijo, coraje y voluntad; para ellos todo está perdido. La luz del día se funde con la sombra y la oscuridad entra en sus corazones; y en medio de esta oscuridad el hombre se aprovecha de la debilidad de las mujeres y los niños y los fuerza a la ignominia. Luego de esto cabe todo el horror. La desesperación encerrada entre unas endebles paredes da cabida al vicio y al crimen… Parecen totalmente depravados, corruptos, viles y odiosos; pero es muy raro que aquellos que hayan llegado tan bajo no hayan sido degradados en el proceso; además, llega un punto en que los desafortunados y los infames son agrupados, fusionados en un único mundo fatídico. Ellos son los miserables, los parias, los desamparados.
¿A qué se les parece?