Por: José Rafael Herrera
Fue Baruch Spinoza quien, desafiando las formas de la teología política y la política de las formas teológicas, definió la verdad como “index sui et falsi”, cabe decir, como “la norma de sí misma y de lo falso”. En efecto, la verdad “envuelve”, dice el gran filósofo holandés, la más alta certidumbre y, por eso mismo, pone al descubierto la inconsistencia de lo falso, al sorprenderla en su no-verdad. Tener una idea verdadera es, en consecuencia, una “actio mentis”, un acto continuo: el movimiento del pensamiento por saber algo lo mejor posible, sin rastro de duda. Es, en suma, un ‘seguir pensando’, porque “las ideas no son algo mudo como las pinturas en el lienzo”, sino un modo adecuado de pensar y de ser. La luz no sólo se hace conocer a sí misma sino que, al hacerlo, hace conocer las sombras. Quien juzga piensa, reconstruye, re-cuerda, adecua el pensar a la cosa, que deviene objeto. Quien prejuzga presupone, acumula pre-conceptos, porta ideas fijas, rígidas, inadecuadas, respecto de la cosa. De modo que la verdad es el resultado del esfuerzo de la inteligencia, es un hacer, ni un lienzo ni una fotografía, ni un algo fijo e inamovible. La rigidez -la falsedad como tal- es sinónimo del miedo de atreverse a pensar.
Todo lo falso tiene, en consecuencia, el defecto de la presuposición, del pre-su-poner. Pero lo más sorprendente es el hecho de que la falsedad llegue a ser asumida como una verdad sólida e incuestionable. Lo que no es para nada extraño en un pueblo habituado a la comodidad de no pensar demasiado y a acariciar ideas fijas, víctima de la sustitución del saber por la fe y de la inteligencia por el mero sentir. Alguien recordará todavía la consigna, hecha incuestionable ‘verdad’: “Chávez es un sentimiento”.
Lo que en Marx recibe el nombre de “ideología” fue designado por Hegel como “reflexión” y, en Spinoza, recibe el nombre de “teología”. Tanto lo uno como las otras mantienen una característica en común: son capaces de transformar el prejuicio en verdad y, al hacerlo, van convirtiendo la ficción -la fictio, lo meramente fingido- en una sagrada e incuestionable “verdad eterna”, exenta de historia y, al hacerlo, la devalúan, es decir, la hacen perder su auténtico valor, con absoluta independencia de su adecuación a la realidad.
Cuando no hay coincidencia entre pensar, decir y hacer, cuando se carece de toda coherencia posible, se postulan los buenos deseos y, junto a ellos, se contrabandean unas cuantas no tan santas intenciones. Los fines se entremezclan e intercambian con los medios, la intriga y el rumor se hacen modo de vida, el “sancta santorum” del templo nacional, y reciben el nombre de “buen vivir”.
La verdad es que, bajo las actuales circunstancias, la verdad ya no lo es, carece de valor real, ha quedado abstraída de la realidad efectiva, concreta, del devenir político, social y cultural. Después de estos largos años de pérdida de su significado, las palabras han perdido consistencia, son la levedad misma, carecen de peso específico. Desarticuladas del ser social, han entrado en aquello que Adorno, ese gran pensador alemán, llamaba “la pérdida del universo del discurso”.
El prejuicio, hay que decirlo, no sin tristeza, ha sustituido la verdad. La sombra cubre su luz. La palabra ya no dice, carece de espíritu. Es, de hecho, la prueba fehaciente de la pobreza espiritual. Mirar a alguien fijamente a los ojos y pronunciar palabras contentivas de verdades, suscita en el interlocutor la sensación, el impulso reflejo inmediato, de que se le está mintiendo. No hay verdad donde la confianza se ha desvanecido, junto a la capacidad de atreverse a seguir el recorrido de las ideas, ahora sustituidas por el precepto de no ver al otro como dialogante sino como enemigo.
Tiempos menesterosos, en consecuencia, de una inusitada violencia física, pero, sobre todo, verbal. El gran problema que se ha puesto de relieve en el presente es la pérdida sistemática del verbo y de su pro-verbialidad. El resentimiento y el odio sociales son el resultado de la ausencia de reconocimiento, acumulada por años, cuya traducción más cruda se ha hecho violencia irrefrenable. Pero cabe advertir que la no existencia de reconocimiento y la crueldad que comporta es ya, de suyo, un síntoma de ignorancia acumulada, de un tipo o grado de saber primario, “de oídas o por experiencia”, diría Spinoza, que ha puesto en deuda al Estado con la ciudadanía y a la ciudadanía consigo misma. La peor de las pobrezas materiales no es mayor que la mejor de las pobrezas espirituales. El ya enterrado, en manos de una recrecida memoria voraz, “pobre, pero honrado” se ha ido de un presente que atropella y maltrata la vida cotidiana del hombre de a pie.
Todo se concentra en el espíritu. “Raros” son aquellos quienes pueden aún presentarlo, o tal vez ya no exista posibilidad de pensarlo y decirlo sin algo de temeridad. Pobre es quien carece. Carecer, al decir de Heidegger, es “no poder ser sin lo necesario, pertenecer únicamente a lo no-necesario”. Pero la esencia de la necesidad es la coacción. Lo necesario es, pues, lo coactivo. Presos por la ideología de una realidad que ya no es real, transformados en cosa y mercancía, los hombres tienen la obligación de reaccionar, de retomar el trabajo de pensar, para descubrir que su propia preservación reside en su liberación. Transformar la necesidad en conciencia, a través del saber, de la formación, del enriquecimiento del propio espíritu: esa parece ser la tarea del tiempo presente. La libertad es, en y para sí misma, la superación que conserva el recuerdo de la necesidad, de la coacción, a objeto de transfigurarla en verdad redimida. Decir la verdad y que ella sea verdadera, adecuada a la realidad, pasa por la liberación de los prejuicios y por la necesidad de asumir la conciencia de las propias carencias.