Nada más fascinante que esos momentos en que la literatura y la realidad se comunican amorosamente. Recuerdo aún el día en que leí el texto de Woody Allen sobre Emma Bovary, en el libro Solamente tú, selección de textos sobre el amor editados por Roger Angell en 1977.
El texto se llama “El episodio Kugelmass’’ y su lectura deslumbra a cualquier lector inquieto por los vasos comunicantes entre la vida y la cultura. Un profesor de literatura judío de New York, harto de un matrimonio infeliz y presionado por las deudas, busca afanosamente mantener una relación amorosa con una mujer hermosa. El destino va a convertir este deseo en realidad. Pero nunca olvidemos que la vida siempre duele…
Kugelmass, como tantos personajes de Woody Allen, ha buscado salvarse a través del psicoanálisis, hasta que por fin busca ayuda donde un mago, el Gran Persky, que le recomienda utilizar un closet para viajar en el tiempo. De esta manera Kugelmass huye de una realidad asfixiante y cae en brazos de una mujer que también es víctima de sus presunciones románticas: Emma Bovary, con quien mantendrá un romance.
Así comienza una pieza maestra del humor, un juego intertextual y metaliterario, plagado de referencias al gran arte de Gustave Flaubert, a la posibilidad de vivir vidas imposibles como la de esa mujer de provincias, esposa de un farmaceuta que no puede reconciliar la limitación de su vida cotidiana con el vuelo de sus fantasías, que ha recogido con las dos manos en las novelas románticas. Es una mujer trágica que siempre espera más, otra distracción que la saque de ese aburrimiento que no logra distraer.
Hace algunos meses un joven estudiante de periodismo vino a verme para conversar sobre su tesis. Pasamos un rato enfrentados a la hipótesis de su trabajo de grado. Cuando estaba a punto de marcharse, Lucas me comentó que una mujer -mayor que él- lo había contactado para que la ayudara a descifrar el enigma de la lectura de Madame Bovary. Ella debía preparar una presentación para uno de los quince grupos de lectura que han prosperado en La Lagunita. ¿Quince?, pregunté yo. “Parece que eso hay’’, me dijo el estudiante.
Me quedé en silencio sin saber qué decir. Lucas no tenía idea de qué manera avanzar en semejante requisición. Madame Bovary era un planeta inalcanzable para él. Le recomendé que se sacara de encima ese problema. El no era un especialista en Gustave Flaubert y su obra maestra sobre el aburrimiento de una mujer fantasiosa que muere lentamente por el consumo de arsénico cuando la vida parece acorralarla. La honestidad en estos casos suele ser el mejor atajo para escapar de los caminos que no entendemos.
Comenzó a justificarse, a explicarme que le daba pena decir que no, a aclarar que la señora se sentía desvalida y que no deseaba dejarla en medio de la calle, desvalida. Comencé a reírme y él se ruborizó. Inmediatamente se mostró incómodo.
Por mi parte, en silencio, imaginé a Lucas leyendo devotamente a Madame Bovary de Flaubert para ayudar a esta señora que seguramente estaba casada con un marido aburrido que no la miraba jamás. ¿Lucas se habría enamorado locamente alguna vez o éste sería su debut?
Me resultó imposible compararlo con Rodolphe, el amante bueno para nada de Emma Bovary. Menos aún la rutina parsimoniosa, atravesada por el tedio de una ciudad como Ruan en 1856, con esta Caracas frenética y patéticamente revolucionaria de 2016.
Al despedirnos, sentí una vez más que la literatura había creado una fisura en la realidad para permitir que diferentes tiempos convivan simultáneamente. Madame Bovary había resucitado en Venezuela y un estudiante de periodismo extraviado deseaba complacer sus fantasías. Nada ni nadie podía predecir el rumbo que tomaría esta historia de amor inmortal.